Italia
El gesto de un maestro
Jorge Binaghi

¿O debería escribir ‘los gestos’? Porque hablando de un
director, por ‘gesto’ se piensa de inmediato a su forma de dialogar con la orquesta,
manos y/o batuta. Y también, pero no sólo. Como siempre, en ese aspecto, el
gesto de Pappano no sorprende: apasionado y preciso, casi puntilloso, enérgico
y empático (es evidente la mutua satisfacción con los profesores de la orquesta
a la hora de eso que se llama ‘hacer música’ fuera de todo espectáculo, cosa
hoy cada vez más rara).
Pero no sólo. ‘Gesto’ tiene otras acepciones además de la
física o técnica. Pero también significa, en ‘tener un gesto’, un detalle a
alguien o por alguien. Y en este día en que se cumplía un año más de la
fundación lejanísima de Roma (extraño que se recordara apenas la fecha) Pappano
tuvo el gesto, en el que creo que era su último concierto como director musical
de la institución tras veinte años fructuosísimos, de programar tres autores
italianos, que como tales y sobre todo como creadores de música sinfónica o
puramente instrumental, y como todos sus colegas del mismo origen, son tenidos
en menos cuando no despreciados y olvidados en las programaciones. Y no por
oportunismo o por concesión.
La segunda parte del concierto (acompañado de otra
primera) la repetirá en Londres y Salzburgo. Y para mí fue la más importante,
por prácticamente desconocida (hay alguna grabación). La primera fue menos
interesante por más conocida y últimamente muy ejecutada: la obra temprana de
Puccini, que éste nunca se ocupó de publicar en vida, primeriza y con tanto eco
de óperas posteriores (el ‘Agnus Dei’ final reaparecerá en el segundo acto de Manon Lescaut), pero también con una
buena demostración del bagaje técnico adquirido en sus estudios de conservatorio
(ahí están los ejemplos de fuga en el ‘Kyrie’ y la escritura contrapuntística,
además de los ecos del recentísimo Requiem
de Verdi, y no sólo en el empleo de los metales o la percusión). Una mal
llamada Misa de Gloria por quien la
descubrió a la muerte del autor (en probable referencia al ‘Gloria’ que ocupa
buena parte de la partitura).
Aquí, además del entusiasmo y la perfección técnica de la
orquesta -no lo volveré a repetir porque se mantuvo inalterable en todo el
concierto- tuvo oportunidad de lucimiento el coro, y vaya si lo logró (de
destacar los pianísimos de la sección femenina y el poderío del sector grave
masculino). Como además Puccini fue siempre un ‘impenitente’ melodista y compositor
para la voz, recurrió a dos solistas masculinos. Y como siempre demuestra su
predilección por las voces agudas (dos solos del tenor -en el ‘Credo’- contra
uno del barítono -el ‘Benedictus’-, más el ya mencionado dúo final).
Ganci lo hizo muy bien, teniendo en cuenta que llegó a
última hora porque el tenor previsto, Saimir Pirgu amaneció enfermo. Es cierto
que no hubo ninguna diferencia con el canto operístico, pero autor y obra lo
permiten. Doble lástima que el barítono tuviera un solo menos porque tanto en
él como en el ‘Agnus Dei’ Olivieri mostró de nuevo su clase.
La Elegia de
Ponchielli, que abrió la segunda parte, al parecer tiene pocos datos ya que ni
se sabe para quién fue escrita, se supone que para la muerte de alguien
importante, y vista la fecha, se ha especulado con el nombre de Wagner. Que,
sin duda, planea con su Tristan y
mucho sobre la obra, que es de muy bella factura y de gran lirismo, claramente
comunicado por el director, aunque también se nota el influjo-recuerdo de
Brahms y probablemente Chaicovski. En cualquier caso vale para demostrar que el
autor no merece ser recordado por un solo título de sus óperas (que también
deberían tener una oportunidad).
Pero la gran ‘sorpresa’ (aunque en el historial de esta institución su creador la dirigió unas cuantas veces) fue para muchos el primer poema sinfónico de Víctor De Sabata. A la manera de Richard Strauss, pero al que en ese año de final de la Primera guerra (para Italia había terminado el año anterior), jovencísimo, se abría paso seguro con sus conocimientos (que se le reconocen, y faltaría más, como el gran director que fue, mientras se le retacean como compositor….a tal punto que él mismo tempranamente dejó de componer…y como se comprueba aquí fue lástima), también de música francesa contemporánea (recordemos que fue quien dirigió el estreno absoluto en Montecarlo de la magistral obra de Ravel L’enfant et les sortilèges). Está la raíz romántica de la autobiografía presente en el título (y no, como algún interesado quiso dar a entender, una dedicatoria a un club de fútbol famoso entonces y hoy), pero también toda la sabiduría en la composición de un vitalismo arrebatador, no sólo en su comienzo de veras exaltante y exaltado, a la que Pappano hizo plena justicia provocando el clamor del público asistente.
Podría terminar aquí la reseña, pero aquí hubo, un día (los conciertos se dan en tres series de abono tres días consecutivos; por razones que no vienen al caso yo estuve presente en los tres), el de menos afluencia, otro gesto, esta vez improvisado, del maestro. Ciertamente tres días seguidos es mucho y la sala es enorme (y bellísima y de fantástica acústica, no como el edificio que la contiene), y se puede aducir también como justificante que era un fin de semana largo con el lunes feriado.
A Pappano no le pareció suficiente y al final de la
primera parte detuvo los aplausos para dirigirse a la sala. ‘Los aplausos para
vosotros, que habéis venido. Pero me duele ver tanto lugar vacío. Hay que hacer
algo, y yo me comprometo a hacer lo que puedo en el tiempo que me queda, pero
es preocupante’.
Nuevo aplauso, merecido, pero la preocupación ahí queda,
no sólo para Santa Cecilia o la música sinfónica, no sólo para Italia aunque, a
tenor de algunos comentarios, el propio público no entendió el gesto o mensaje
del programa de este concierto. Con tanto ausente destacaba la presencia de un
‘extranjero’ que aplaudía con fervor recordando quizá que su salto a la fama,
al menos en Europa, se debió a una histórica versión en concierto, aquí mismo,
del Guillaume Tell de Rossini: nada
menos que John Osborn.
El año próximo Pappano pasa el testigo a Daniele Gatti
aunque queda como director honorario, nunca mejor dicho y bien merecido.
Gracias, Maestro.
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