España - Madrid
Esclavos de Cupido
Germán García Tomás

El personaje de Cherubino en Las bodas de Fígaro es más adulto de lo que podría parecer en un
primer acercamiento a esta ópera bufa de Mozart. “Non so più” y “Voi che
sapete” son dos muestras del descubrimiento del amor por un paje plenamente
consciente de que despierta pasiones en las mujeres, que es seductor. Claus
Guth, en su propuesta escénica palaciega pero no dieciochesca para el Festival
de Salzburgo recuperada por la Compañía de Ópera de Canadá y que ha subido a
escena el Teatro Real, nos presenta a un arrebatador muchacho que no deja
indiferente ni a Susanna ni a la propia Condesa, pues mientras canta su hermosa
aria la joven doncella en el acto segundo ambas desvisten al imberbe travestido
con no pocas intenciones impúdicas, llegando a simularse en escena un
estimulante ménage à trois -lésbico
en toda regla- que no llega a consumarse delante del espectador.
Cherubino es ese otro Octavian, Rosenkavalier, del Setecientos, que deja locas de deseo a mujeres
maduras. Porque Le nozze nos recuerda
mucho al clima decadente del título straussiano, y eso es lo que plasma el
director de escena alemán en este acercamiento suyo a la comedia clasista de
Mozart y Da Ponte, con el marco escenográfico diseñado por Christian Schmidt:
el recibidor del palacio Almaviva, con esa interminable escalera blanca que
asciende a estancias superiores. Una propuesta desprovista de clasismo stricto sensu. Los criados no parecen
criados. Fígaro no luce librea ni apariencia de barbero en estas Bodas. El propio Cherubino es más un uniformado
pilluelo que un paje algodonado.
Pero en este lujoso marco, como un espectro casi omnipresente, Guth convoca a un alado personaje, un ángel (en la piel del bailarín Uli Kirsch) que, aparte de sus facultades para la agilidad corporal, posee una poderosa influencia sobre todos y cada uno de los participantes en esta folle journée. ¿Una especie de alter ego de Cherubino? El regista aprovecha esos momentos de conjunto -quintetos, sextetos, concertantes- de celestial música mozartiana, en los que los personajes dan rienda suelta a sus sentimientos y emociones, paralizados como por un encantamiento diabólico, congelados bajo el influjo de la presencia seráfica de este Cupido, quien dirige a sus presas del amor gestos y ademanes a lo Harry Potter, manejándolas a su antojo como simples títeres. Lo cierto es que el efecto estético de un ángel correteando aquí y allá por toda la escena tiene su punto de belleza coreográfica, pero en ocasiones tanta intromisión del querubín en las relaciones entre los personajes del enredo anula la humanidad de los mismos, que se ven desprovistos de alma como juguetes a merced de la magia angélica.
Personajes que han perdido bastante de ese halo de comedia, por más que esbocemos una sonrisa en momentos como en el concertante final del acto segundo, en el que Guth hace bailar ridículamente a todos los personajes de esta “loca jornada”, o en el disparatado quinteto donde se descubre que Fígaro es hijo de Marcellina y Bartolo. Tiene también su gracia la escena coral del acto primero, donde niñas uniformadas tiran como autómatas violentamente flores al Conde.
En el primer reparto, son las mujeres las que logran realzar una función de muchos quilates a nivel canoro. María José Moreno es una Condesa elegante, señorial y de gran sensibilidad, con capacidad para emocionar mediante su canto pulcro y atento a las exigencias técnicas. Al igual que Julie Fuchs dando vida a una exquisita Susanna, que seduce por su mera presencia, con desparpajo escénico y una gran hermosura vocal. Una carrera interesante la que está desarrollando la soprano francesa bordando un repertorio de ópera italiana del XVIII y XIX. Puro deleite fueron los momentos en solitario como a dúo de ambas cantantes, como la deliciosa “Canzonetta sull’aria”, pues los colores claros de sus voces -levemente más oscuro el de la soprano española- empastan a la perfección.
No se queda atrás el Cherubino de la mezzo americana Rachael Wilson, objeto de todas las miradas y muy aplaudido por el público, que echa el resto en sus dos joyas a solo, pues pone énfasis a las frases y arrojo en su caracterización actoral. Completando las secundarias, a la Barbarina intencionada y bellamente cantada de Alexandra Flood se opone el histrionismo de Monica Bacelli como una tosca Marcellina.
En comparación con las mujeres, los hombres en esta función se quedan en un segundo plano respecto a las féminas. El barítono italiano Vito Priante compone un personaje titular muy timbrado y con un canto de gran elegancia, pero se echa en falta mayor grado de chispa en el personaje, pues le encontramos bastante serio. Aunque canta muy bien, a André Schuen encarnando al Conde le falta empaque, pero luce matices cuando actúa en los recitativos.
Del resto del elenco destaca el paralítico Bartolo de Fernando Radó con una “vendetta” bien aprovechada y un Christophe Montagne que utiliza asimismo el histrión en su sibilino Basilio, apreciándose las credenciales de su faceta como actor. Tanto él como Bacelli son privados de sus respectivas arias del acto cuarto, cuya razón entendemos que es menos por la costumbre de agilizar la acción y más por la incapacidad de ambos cantantes para encarar los desafíos técnicos de ambas páginas.
La interpretación poco convencional de Ivor Bolton tiene sus más y sus menos. Aborda una lectura extremadamente camerística y de tempo ligero de la partitura mozartiana. La obertura carece de encanto y brillantez y los recitativos resultan muy fríos en ocasiones por el único empleo del pianoforte, con una sonoridad que se percibe muy distante. Eso sí, afloran climas de emoción en los momentos de conjunto, esos que Mozart, sin necesidad de alado Cherubino, paraliza al oyente y a sus personajes bajo el poder de unas armonías de una grandiosa humanidad.
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