Alemania
En la embriaguez de la danza
Juan Carlos Tellechea

Con Aleksandra Mikulska, la inteligencia musical y la magnificencia pianística van siempre de la mano.
Su forma de tocar el piano es extremadamente diferenciada, colorida, nada excéntrica, y de una maravillosa serenidad, como en la Sonata en la menor de Domenico Scarlatti (K 54).
Con ella al teclado, Scarlatti suena verdaderamente a Scarlatti, no a Chopin ni a Rachmaninov.
Este concierto con obras de Mozart, Liszt, Brahms y Chopin (además de Scarlatti) abrió la temporada 2022 en el Schloss Dyck, el mayor castillo de foso de Renania del Norte-Westfalia.
La presidenta de la Sociedad de Amigos y Patrocinadores de esta institución cultural, Birte Wienands, no escatimó en elogios sobre la excelencia de la pianista y del singular repertorio previsto para esta matiné. presidenta de la Sociedad Chopin de la República Federal de Alemania y profesora de piano del Conservatorio Carl Maria von Weber, de Dresde, opta por una ejecución personal, muy honesta, contenida e íntima.
Las dos sonatas de Scarlatti (incluida la Sonata en la mayor con la que abrió el recital) le permitieron mostrar aquí su magnífico tacto con estas miniaturas barrocas, de las que es dable esperar más en un futuro próximo, tal vez en un nuevo CD de Aleksandra Mikulska.
En el piano Bösendorfer (214 Vienna Concert), su preferido y además el más idóneo para este programa, la artista consigue tocar sin forzar e invitando al oyente a un hermoso viaje de descubrimiento en esta hermosa sala de música de cámara del Castillo Dyck. La dramaturgia parece seguir los cambios de color, luz y humor de las cuatro estaciones, en medio del bellísimo parque que rodea a esta histórica construcción medieval.
En la primavera de 1789, Wolfgang Amadé Mozart viajaba a Berlín, a la corte prusiana. El objetivo: mejorar sus finanzas. Hay que admitir que solo se pueden hacer conjeturas sobre las oportunidades en términos de encargos de composición, ofertas de trabajo y lucrativas apariciones en concierto que se abrieron realmente en el lugar para el genial compositor salzburgués. Sin embargo, lo que sí es cierto es que le resultó bastante difícil obtener una audiencia adecuada con el rey Federico Guillermo II.
Mozart se refería al violonchelista francés Jean-Pierre Duport: el "intendente principal de la música de cámara" en la corte. Así que la llave de Mozart para el rey estaba ahora en sus manos e intentó adularlo un poco. Tomó un minué de Duport, la Sonata para violonchelo en re mayor op 4 nº 6, y escribió nueve variaciones sobre su tema.
Al final, Mozart consiguió su público después de algún tiempo. No se sabe si su composición desempeñó un papel en esto o no. En cualquier caso, las Variaciones Duport fueron recibidas también aquí en el siglo XXI con gran entusiasmo y aplaudidas con mucha efusividad por los espectadores que colmaban esta sala.
El candor fue in crescendo con la Rapsodia húngara nº 11 en la menor de Franz Liszt y la fascinación que la música gitana ejerciera sobre él. Mikulska comienza con un delicado remolino, siempre empujando un poco más del marco armónico, como un apasionado anhelo que se niega a ser apagado, y utilizando los espacios de improvisación con solidez y riqueza de sonido.
El volumen y la presión sonora pesan sobre la obra como el hermoso cielorraso policromado con figuras mitológicas que pende sobre el recinto mientras nos dejamos seducir hipnóticamente por la música hasta su bullicioso final, con el piano llevado a sus límites más extremos.
Potencia y elegancia, sentido de la forma y del sonido, brillantez y cantilena: la pianista domina todos los registros. De las Ocho piezas para piano opus 76 (1879) de Johannes Brahms, Mikulska toca la número 1, el Capriccio en fa sostenido menor que apenas revela conexiones en la mera escucha. Brahms le dijo a su amigo, el escritor Max Kalbeck, que no quería que estas piezas llamaran la atención y brillaran, sino que comunicaran y dieran calor.
De ello estamos persuadidos, tras la refinada interpretación de Aleksandra Mikulska, seguida por el popular Intermezzo en la mayor (“Para Clara“) cuyos continuos movimientos crean un escenario casi meditativo que solo en algunos pasajes desemboca en un arrebato de pasión.
Entre los genios de la composición del siglo XIX, Frédéric Chopin es el único que se dedicó consciente y casi exclusivamente a su medio, el piano. Junto con las polonesas y los valses, las mazurcas son la tercera forma de danza que Chopin cultivó durante toda la vida en su música para piano, incluso después de abandonar su ciudad natal, Varsovia, en 1830 y establecerse en París. Sus 60 obras de este género son una confesión a su patria polaca y atestiguan su profundo sentimiento por la mentalidad de su pueblo.
Mikulska evoca una frase de Robert Schumann al presentar las obras de su compatriota: Las obras de Chopin son cañones escondidos bajo las flores. Dicho esto, la pianista nos entrega las mazurcas op 30 nº 2 y 3, en si menor y en re bemol mayor, respectivamente, así como el Preludio en do sostenido menor op 45; y el op 28 (21 al 24, en si bemol mayor, en sol menor, en fa mayor y en re menor, respectivamente).
En cuanto a las primeras, su originalidad se basa en la gran familiaridad de Chopin con la tradición de la mazurca en la música popular y folclórica. Sin embargo, no cita literalmente, sino que hace uso de sutiles y variados recursos de estilización y de armonías prospectivas dentro de los estrechos límites formales dados, claves que Mikulska sabe descodificar con sus sentimientos a la perfección. Todas ellas están hiladas orgánicamente y muestran sofisticadas técnicas polifónicas así como sorprendentes giros armónicos.
Los Preludios, obras principales de la música para piano del siglo XIX, no van seguidos de nada; son piezas cortas difíciles de tocar y de entender, si bien pudieran parecer todo lo contrario. Antes de Chopin, el preludio era siempre la introducción de una obra mayor. A partir de él, estas piezas se volvieron autónomas. Una sola de ellas es adecuada para un bis; juntas forman una gran obra de arte.
Mikulska las interpreta de forma poética y vívida, con gran entrega y fervor, con delicadeza y meticulosidad. Tres potentes golpes (cañonazos) de acorde ponen fin al Preludio nº 24. Una música estupenda e impresionante. Los atronadores aplausos del público solo pudieron ser aplacados con dos bises: el Étude en la menor op 25 nº 10 de Chopin, prosiguiendo el éxtasis del comienzo; y el Preludio en do menor op 1 nº 7 de Karol Szymanowski, que fluye sutilmente de las manos de la pianista, levita y se volatiliza en el éter.
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