Alemania
Una mezcla explosiva
Jorge Binaghi

Por fortuna parece que esta temprana obra
maestra de Haendel se va imponiendo lentamente en el repertorio y por ahora en
general es mejor garantía de una buena representación que títulos válidos y
amadísimos que pocas veces terminan estando a la altura de las circunstancias…
En este caso me permitió conocer la
‘segunda casa’ de la Ópera del Estado de Baviera que hoy lleva el nombre del
gran director de escena August Everding: una sala perfecta para el barroco y no
sólo, una única platea como la de un gran cine de antaño, bellísima y de muy
buena acústica, totalmente repleta de un público que no sólo aplaudía sino que
emitía (sin límites de edad) otra serie de ruidos diversos que sigo
considerando (inequívoca prueba de mi edad) no muy adecuados para demostrar
satisfacción en una ópera o concierto.
Era la última de tres representaciones en las que se reponía el reciente montaje de Kosky, como casi todos los suyos muy inteligente y en este caso muy despojado, en una ambientación contemporánea que al margen de alguna gracia (el último vestido de Popea por ejemplo) daba extraordinario realce y vigencia a los magníficos texto y música que son o pueden ser (lo fueron en este caso) un cóctel Molotov que te hace estallar en la cara la historia sin tiempo de la confusión entre amor y sexo y la utilización de ambos (en especial el último) para las maquinaciones y ambición del poder.
Una madre obsesionada por hacer de su inútil hijo un emperador, una
dama atractiva que juega a tres bandas aunque le importe sólo una, un emperador
al que las faldas lo traen de cabeza, un consejero astuto y acomodaticio, dos
generales enamorados de la emperatriz pero a su vez calculadores y no demasiado
valientes, y otro (el único noble, que por serlo hace la figura del idiota) son
los ingredientes que en arias, recitativos y algún dúo o conjunto, y sin tener
presente la historia ‘real’ (que es todavía más salvaje), nos proponen un viaje
a una exploración no demasiado complaciente con los recovecos del alma de los
llamados seres humanos. Nada nuevo aunque muy sarcástico y desencantado. Kosky
no tiene piedad (correctamente porque no la tienen ni Haendel ni Grimani) y en
el momento final se permite una pirueta estremecedora: Agripina consigue lo que
desea, pero al precio de la soledad y seguramente la desconfianza y el
desprecio (pero con un fuerte componente de temor) de los demás.
La versión musical fue entre buena y muy
buena. Si no resultó perfecta fue sobre todo porque los tres contratenores
elegidos no resultaron tan adecuados como cantantes aunque eran todos muy
buenos actores.
El Narciso de Mitchell era prácticamente
inaudible. Davies es un cantante conocido y musical, pero en apariencia ha
perdido brillo en su voz y hay momentos en que Otón lo necesita. El ‘mejor’,
por squillo, pero no por proyección (demasiado incisiva en todo momento, algo
metálica) ni por articulación (se entendía muy poco) era el Nerón de Holiday,
que el público adoró.
Bien Hamilton (Lesbo es el único sin aria); mucho mejor que en Barcelona Benoit, cuya Popea no sólo fue ayudada por un
juego escénico estupendo sino que ha crecido en matices; muy bien Bonitatibus
(que había cantado anteriormente en la producción, pero esta vez llegó más
tarde a sustituir a una famosa colega que no se sabe bien por qué no se
presentó) aunque el volumen y el color en zona aguda parezcan haber sufrido el
paso del tiempo, pero conoce técnica y estilo y sabe actuar, y su gran momento
a final del acto segundo (uno de esos momentos que revela al Haendel mayúsculo)
consiguió justamente impactar.
Dejo para el -casi- final el caso de
Palante. Es cierto que el espectáculo no nació con Olivieri, pero es un crimen
(además de un desequilibrio dramático) que se le haya privado de su segunda
aria. Cantó muy bien la primera y estuvo perfecto en los recitativos e
intervenciones escénicas, pero utilizar a un artista de sus quilates para un
personaje como éste suena a despilfarro. Imagino que este es un contrato
‘prepandemia’ y me parece encomiable que se haya respetado, pero no estamos
para lujos inútiles.
Y una ‘pequeña’ cosa más. Bonitatibus al final se dirigió al público. Es cierto que sin micrófono y mucho no se oyó, pero yo, desde lo alto (fila 16) entendí perfectamente que pedía un recuerdo para la inigualable Teresa Berganza, que había fallecido ese mismo día. Hubo algún aplauso aislado y un señor de aproximadamente mi edad me preguntó a quién había nombrado. Le contesté y obtuve por respuesta un encogimiento de hombros y un ‘ah’ que podía tanto significar ‘¿y quién es?’ como ‘¿y a quién le importa?’. En cualesquiera de ambos casos tal vez se entienda que salí del teatro poco animado y pensando que a lo mejor esta ópera es demasiado optimista después de todo y que habría sido mejor que Popea y Otón no terminaran juntos como ejemplo de único amor serio, sino como terminaron en realidad (invito a quien no lo sepa, con todo derecho, que se informe si tiene tiempo o ganas. No estoy muy seguro de tener eco).
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