Reino Unido
Rebelión y furia en Glyndebourne
Agustín Blanco Bazán

“Me pregunto porqué es mucho más fácil para mí amar a mi propio sexo que al
tuyo” escribió una vez Ethel Smyth
(1858-1944) a Henry Brewster, su ocasional amante y libretista de The Wreckers, una de las óperas
compuestas por esta apasionada sufragista que una vez hasta llegó a estar en
prisión por haber quebrado los vidrios de la casa de un político importante
durante una manifestación pro-mujer. Sir Thomas Beecham, que fue a visitarla a
la cárcel, la encontró aferrada a las rejas de su celda dirigiendo con un
cepillo de dientes su Marcha de las mujeres al grupo de activistas que la
vivaba desde la calle.
Similar exaltación le provocó aquel viaje a Cornwall en
que descubrió que en algunas aldeas de pescadores extenuados por el hambre y la
pobreza existía la costumbre de apagar los faros costeros para hacer naufragar
buques y quedarse con un botín que, a sus ojos, justificaba sobradamente la
pérdida de vidas humanas. Este crimen, tan inaceptable para Smyth como la
misoginia contra la cual luchó toda su vida, inspiró The Wreckers.
Como es imposible traducir el título al castellano
expliquemos que “Wreck” en inglés es sinónimo de “restos de naufragio”, y
también puede utilizarse como verbo y sustantivo en general para objetos o
instalaciones destruidas. Y aún para estados humanos terminales: estar hecho un
“wreck” equivale a “estar hecho una ruina” física y moralmente. Más preciso hubiera sido referirse a
“Shipwreckers” para asociar a estos piratas de tierra exclusivamente con los
naufragios marítimos, pero, muy perceptivamente, Smyth prefirió no
circunscribir el título al objeto concreto de esta actividad criminal.
Con ello hizo a estos piratas de tierra no sólo destructores de buques, tripulaciones y pasajeros sino también representantes de una ruina moral colectiva. Tal vez … tal vez, el título más acertado en castellano sería “Los destructores.” Destructores de todo: no solo buques, sino también vidas, a bordo y en tierra, incluyendo el amor, la libertad y la compasión en su propia comunidad.
El argumento: por generaciones acostumbran a apagar su faro los habitantes de una ficticia villa al borde de un acantilado, hasta que dos amantes, Marc y Thurza deciden combinar sus apasionados encuentros nocturnos en la costa con hogueras que prenderán para reemplazar el faro apagado. Con ello aseguran que los navegantes transiten sin encallar. Thurza es la jovencísima mujer de un pastor entrado en años, que, nos confiesa el mismo, la ha desposado por sensualidad y calentura. Marc es celado por Avis, la compañera de infancia, infatuada en él, que, como Amneris, denuncia a Thurza pero trata inútilmente de salvar a Marc.
Ambos serán juzgados por el populacho en una cueva que la marea alta inunda totalmente cada noche. Una vez encerrados allí los amantes, los jueces se retiran sin nada de culpa, porque no sólo han penalizado a los reos como culpables por sabotear su criminal mecanismo de subsistencia, también han castigado el adulterio del que ha sido víctima nada menos que su pastor. Por lo demás, no es que los maten. Lo único que hacen es dejarlos a merced del mar. Decididamente, The Wreckers es el equivalente musical de La letra escarlata de Hawthorne. Y también es la ópera más cerca de Ibsen que recuerdo haber visto.
Musicalmente, la orquestación es de
formidable y atractiva complejidad, con resabios de Wagner, Brahms, y arpegios
a la Debussy. Hasta Bizet se hace presente en la canción tan evocativa de la
seguidilla de Carmen con que Avis trata de seducir a Marc. El apasionado dúo
entre este y Thurza, junto a la hoguera que están a punto de prender, recuerda
a Tristan e Isolda, y el final es una
apasionada muerte de amor también a dúo, tan desafiante como la de Andrea
Chenier y Maddalena, y transcendente como la de Aída y Radamés. ¿Pero quién puede
no advertir influencias en una ópera estrenada en 1906 y firmemente enraizada
en el estilo de composición romántico tardío? Y de cualquier manera: no se
piense que estas influencias salen como copias, porque esta es una ópera con
avasalladora personalidad propia.
Sospecho que a Smyth le interesaba un
comino proponer un lenguaje musical novedoso o explorar sendas desconocidas en
materia de tonalidad o disonancias. Ella era compositora entre muchas otras
cosas, tal vez más importantes para
ella. Simplemente quería llegar a una audiencia con su proverbial mensaje de
protesta y apasionamiento confrontando la humanidad del amor, el sexo y la
compasión con la injusticia, la opresión y la hipocresía. Y le salió algo
único, una obra que en ocasión de esta exhumación de Glyndebourne muchos
consideran como el eslabón perdido en medio de ese interminable desierto
operístico inglés existente entre los oasis de The Fairy Queen y Dido y
Eneas de Purcell y Peter Grimes
de Britten.
The Wreckers hace recordar a Peter Grimes porque el protagonismo fundamental es el de una comunidad ahogada en una mezcla de prejuicio y criminalidad que constantemente explota en constantes y ferozmente agresivos corales fronterizos con una cantata. El coro de la casa cumplió antológicamente con proyección y control una actuación entregada y de difícil movimiento escénico en medio de una puesta que Melly Still explayó como una expresión directa de esta partitura tan apasionada y tormentosa. La escena, en general de una oscuridad solo quebrada por la hoguera que encienden los amantes en el segundo acto, fue una efectiva nebulosa de videos y un constante trashumar de almas perdidas.
En contraste, Laurence Fagan (Avis) y Karin
Tucker (Thurza) triunfaron por la convicción con que atacaron la dificilísima
tesitura de sus roles que, como es de esperar tratándose de Smyth, trasuntan
una feminidad desafiante y libre de prejuicios en medio de un mundo machazo en
el peor sentido de la palabra: frustrado, reprimido, prejuicioso y cruel hasta
la yugular.
Excelentes también los solistas masculinos,
comenzando por Rodrigo Porras Garulo como Marc, un héroe sin tanta personalidad
como su amante, pero por lo menos decidido a seguir a esta hasta el final.
Como Peter
Grimes, The Wreckers es una obra
donde cada cameo es un personaje principal. Por ello vaya también aquí un
reconocimiento para Philip Horst como Pasko, el pastor cornudo y talibánico en
su celo religioso, y James Rutherford, el intérprete de Laurent, el cínico y
burocrático encargado de apagar el faro para asegurarse que los naufragios se
produzcan normalmente.
Robin Ticciati dirigió a la Filarmónica de
Londres con fraseo enfático, sensible y siempre en magnífico balance con la
masa coral.
The Wreckers se estrenó mundialmente en el Neues Theater de Leipzig el 11 de noviembre de 1906. En protesta a los cortes introducidos por los responsables, Ethel Smyth se encargó personalmente de retirar las partituras de los atriles después del estreno. Supongo que se hubiera sentido reivindicada por la nueva revisión de Glyndebourne que parece incorpora todo, absolutamente todo, lo compuesto. Y en el original francés, un idioma decididamente más apropiado a esta partitura tan genuinamente representativa del post-romanticismo europeo.
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