Francia
Vivan las resurrecciones bien hechas
Francisco Leonarte

La resurrección de una obra de César Franck,
uno de los escasos representantes en las salas de concierto de la música
sinfónica francesa de la segunda mitad del diecinueve, compositor y pedagogo
respetadísimo y muy querido por todos los compositores de la generación
siguiente, era ya un aliciente mayor para todo melómano curioso.
Máxime cuando la composición de Hulda, de 1879 a 1885, la sitúa en pleno momento en que en Francia se está asumiendo la influencia de Wagner. ¿Franck cedió a las sirenas del maestro de Leizpig, como Chausson en su demasiado wagneriana Roi Arthus? ¿O lo hizo de forma personal como Chabrier en su Gwendoline? ¿O por el contrario siguió en la tradición de la Grand Opéra francesa como lo haría Massenet? Sólo la escucha podía despejar tanta incógnita.
Corriendo la resurrección a cargo del Palazzetto Bru-Zane, que tantas satisfacciones da a los amantes de la música francesa de 1780 a 1920, la expectación era todavía mayor. Sin embargo la sala estaba sólo medio llena, vamos a decir cuatro séptimas partes.
¿El aficionado francés sería tan acomodaticio y temeroso de ‘novedades’ como el del resto del mundo? ¿Incluso cuando se trata de restaurar su valiosísimo patrimonio musical? Me temo que sí, que en todas partes cuecen habas...
Tal vez persiga a Franck justamente su fama de compositor ‘serio’, apto sólo para la música instrumental pero no para el teatro...
Pero tal (mala) fama, el miércoles pasado lo comprobamos, es absolutamente injustificada.
Las situaciones -oscilando siempre entre venganza y pasión amorosa- están bien resueltas musicalmente, la acción avanza sin ningún problema, los personajes -un tanto simplistas, fuerza es reconocer que el libreto sin ser de los peores tampoco es de los mejores- están bien dibujados musicalmente. Momentos de gran intensidad dramática alternan con otros de hermosa dulzura y aún otros de puro divertimento. En todos ellos queda patente la personalidad de Franck, todas las melodías y giros son netamente ‘franckianos’, anunciadores a veces de lo que luego se dio en llamar ‘impresionismo musical’. Sorprendre también la diversidad de los acompañamientos, la constante renovación de la orquesta. Y, prueba del carácter eminentemente teatral de la partitura, el oyente no se aburre nunca.
La estructura es wagneriana, sin números aislados, la vocalidad también (pero recordemos que la vocalidad wagneriana le debe mucho a la tradición de la Grand Opéra francesa). Y ahí acaban las similitudes. Las melodías -salvo unas breves pinceladas tristanescas en el dúo de amor- son, como decíamos, puro César Franck, y uno piensa mucho más en la Sinfonía en re que en cualquier obra de Wagner. Las introducciones orquestales son puras joyas. Brillante el ballet -porque sí, hay un ballet como lo pide la tradición francesa, pero de nuevo aquí no se escucha sino a Franck. Hermosísimos el paso de los marinos a lo lejos, o el dúo entre madre e hija en el primer acto, o el citado dúo de amor entre Hulda y Eiolf, o aquel entre Eiolf y Swanhilde, o el final (un poco brunhildesco, fuerza es reconocerlo, con inmolación por salto en el vacío). Vibrante la intervención del padre, o la de los tres hermanos en el epílogo. Me atrevería a decir que Franck, al igual que Chabrier o Verdi, cada uno a su manera, consiguen hacer suya la herencia wagneriana de forma personal.
La interpretación fue de gran altura vocal. Jennifer Holloway, en el rol protagonista, estuvo intensa, con buen volumen, timbre que ganó en oscuridad según avanzaba la acción, como lo requería el personaje, y unos agudos firmes y tajantes. Edgaras Montvidas fue el tenor seguro e implicado que conocemos ya por otras numerosas recuperaciones; Lécroart hizo un Gudleik sólido y creíble ; Van Wanroj exhibió su hermoso timbre y su delicada manera de hacer (fue la única a la que la un punto demasiado exaltada orquesta dirigida por Madaras consintió hacer piani y otras sutilezas); la encarnación de Gens supo dar humanidad a un papel relativamente corto. Gautrot, Gombert, Helmer, Sargsyan, Rougier, Droy, Worms, Toulouse, cada uno en relativamente breves cometidos, nos dejaron todos con ganas de volverlos a escuchar.
La orquesta, brillante -demasiado brillante por momentos, y hubiésemos deseado que Madaras al frente mostrase a veces menos brillantez y más delicadeza... Pero no nos quejemos. Pudimos asistir a la recuperación de una obra más que injustamente olividada y que merece desde luego ser puesta en escena. Una obra personal que viene a completar la serie de óperas injustamente relegadas no por falta de calidad sino tal vez por su superior calidad, por una originalidad que le valió en su día la incomprensión de los teatros y de sus programadores.
Esperemos tener la suerte de volverla a escuchar.
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