Francia

"Quien no vino, se lo perdió": Thielemann, Staatskapelle y Bruckner

Francisco Leonarte
miércoles, 15 de junio de 2022
Christian Thielemann © 2019 by Orquesta Filarmónica de Viena Christian Thielemann © 2019 by Orquesta Filarmónica de Viena
París, jueves, 2 de junio de 2022. Théâtre des Champs-Elyées. Anton Bruckner, Sinfonía nº 9. Sächsische Staatskapelle Dresden. Christian Thielemann, director.
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Thielemann, la Staatskapelle de Dresde, Bruckner: uno piensa que la sala va a estar abarrotada. Y sin embargo el Théâtre des Champs-Elysées, uno de los templos musicales parisinos, sin duda el de mejor acústica y de más interesante programación, sólo está lleno a tres quintos de sala. ¿Competencia con otros conciertos el mismo día? ¿Poca apetencia del público parisino hacia Bruckner? ¿Efectos todavía del miedo al Covid que hacen que el público prefiera quedarse en casa? Vaya usted a saber.

Si me permiten, estaría tentado de decir que "quien no vino, se lo perdió".

Es curioso cómo las reputaciones persiguen a los artistas y sus obras. Con eso de que Bruckner era medio místico y tenía una fe a prueba de balas, se tiene tendencia a considerarlo más "clásico", más "modosito" que Mahler, que es el otro gran creador de macro-sinfonías de más o menos en la misma época (en realidad Bruckner es de una generación anterior, la generación de Brahms). A mí Mahler me encanta, me parece un loco. Pero si la obra de Mahler tiene algo de esquizofrénica, con sus súbitos saltos de humor y sus cambios intempestivos, creo que la de Bruckner no es menos loca, me parece digna de un obsesivo compulsivo. Ambas, de formas distintas, están abriendo las puertas a la modernidad. A distintas formas de modernidad. Y la Novena de Bruckner, en eso de lo obsesivo, puede que se lleve la palma.

Pero vayamos a la ejecución

Pocas veces quien esto escribe ha visto tanta complicidad entre un director y su orquesta. A menudo Thielemann deja hacer, a la Carlos Kleiber, sin siquiera marcar el tempo con la batuta. A menudo basta con una simple mirada para indicarle su entrada a un pupitre. Y cuando quiere comunicar con los primeros violines, por ejemplo, se agacha para comunicar con la mirada de tú a tú. Otras veces, es cierto, se emociona, y marca los tempi como si no hubiera un mañana. No hay regla fija.

La Staatskapelle de Dresde es sin duda una de las orquestas más prestigiosas del mundo. Y, fundada en 1548 por el príncipe-elector, una de las más antiguas con mucho. De buenas a primeras el sonido no me parece de los más hermosos. Sin ser nunca desagradable, no me parece que tenga el terciopelo de la Orquesta de la Ópera de París ni mucho menos el de la Filarmónica del Elba. Pero poco a poco me doy cuenta de que sí, violoncelos y contrabajos tienen una caída como de seda. Y también violines y violas cuando la partitura les deja una frase melódica entera, una de esas maravillosas frases melódicas de Bruckner que surgen entre tanto ritmo obsesivo, dándote casi ganas de llorar. Lo mismo sucede con los vientos, sobre todo los metales, en cuanto la frase musical les deja, aquello es pura dulzura.

La ductilidad es asombrosa. Como hemos indicado, parece que un movimiento de ceja de Thielemann tiene más efecto que treinta aspavientos de cualquier otro. Y efectos inmediatos. Desde tenues efectos hasta brutales ondas de sonido que todo lo invaden.

Es asombroso también como Thielemann consigue que, cuando esas ondas brutales de sonido llegan (y en la Novena de Bruckner llegan con bastante frecuencia) aquello nunca se convierte en "mucho ruido". Favorecido en ese sentido por la acústica precisa de la sala, siempre se distinguen las diferentes líneas marcadas por el compositor, incluso "en lo más fuerte de los forti", si me permiten ustedes el juego de palabras. Ahí están siempre, netas, todas y cada una de las notas escritas por el compositor.

Y cuando llega el famoso segundo tiempo, la Staatskapelle se convierte en una máquina de guerra imparable que hasta da miedo por su exactitud en el ritmo.

Entre los solistas, permítanme destacar al timbalero y sus sutilezas, a la flautista de sonido tan dulce, al oboísta, tán amoroso, al trompista, como una mousse de chocolate...

Cuando llega el final, nadie estalla en aplausos. Thielemann baja muy, muy cuidadosamente la batuta. El público y la orquesta estamos en un ay.

Y sólo cuando la batuta cae, como inerte, empezamos, casi tímidamente, a aplaudir.

Y seguimos aplaudiendo cada vez más fuerte. El público aplaude, ya sí, a rabiar. 

Thielemann apenas saluda solo, primero hace que saluden cada uno de los solistas, luego por conjuntos, y luego toda la orquesta, y luego se sube al podio para saludar con la orquesta.

Ante la insistencia del público, vuelve a salir y repite la operación. 

Y otra vez.

El programa era corto, apenas una hora, y todos deseabamos ardientemente un bis. Pero no hubo bis. Y creo que Thielemann tiene razón : después de una obra de tal calibre, ¿qué bis puede haber ? 

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