Alemania
Un programa sinfónico como debe ser
J.G. Messerschmidt

Una inoportuna enfermedad, cuando ya habían comenzado los ensayos, impidió a Lorenzo dirigir este concierto como estaba previsto, por lo que Jukka-Pekka lo substituyó a último momento. El programa previsto pudo mantenerse sin cambios, lo que fue una gran fortuna, ya que las obras seleccionadas forman un conjunto excepcionalmente coherente y rico en contrastes.
No abundan, por desgracia, los conciertos tan bien pensados, con un hilo conductor tan claro y unitario, en el que todas las piezas están relacionadas entre sí al tiempo que muestran una variedad estilística y conceptual en la que se reflejan los muy distintos caminos seguidos por tres compositores estrictamente contemporáneos (
, y ) cuyas obras son inconcebibles sin el punto de partida común de un antecesor inevitable: . Sin el impulso de éste último son impensables las creaciones sinfónicas de Debussy y Scriabin, por mucho que se alejen de él. Aunque menos directamente, también La isla de los muertos es una pieza que difícilmente habría podido componerse sin los antecedentes wagnerianos y, menos aún, sin los poemas sinfónicos de Liszt. Éste, a su vez, fundamenta con ellos buena parte del sinfonismo operístico wagneriano, con el que, en los poemas más tardíos, entabla algo así como un diálogo.Desde luego también Scriabin y Debussy deben algo a Liszt, como mínimo en lo relativo a la emancipación de la música orquestal programática de los esquemas de la sinfonía clásica. Igualmente ausente del programa, pero presente en espíritu, hallamos la figura de
, otro compositor que en su música sinfónica programática alcanza cumbres que se convierten en modelos. Como máximo patriarca de la música rusa, su influjo sobre Rachmaninov es evidente y, aunque menos explícito, ineludible para Scriabin. Por otra parte, tampoco se puede olvidar la relación indirecta de Chaikovsky con Debussy, los dos grandes músicos protegidos por Nadesda , quien patrocinó a Chaikovsky material y anímicamente y que empleó al joven Debussy como su pianista privado. Así pues, para lograr la plenitud solamente faltó a este programa algún poema sinfónico de Liszt o de Chaikovsky, lo cual, dada la gran brevedad de la función, habría sido posible.La lectura del Idilio de Sigfrido que hace Jukka-Pekka Saraste no es "wagneriana" en un sentido convencional. En ella se huye de cualquier sombra de patetismo o de teatralidad. Es una versión sutil y serena, amable, en la que el término "idilio" se toma muy en serio en su sentido más primigenio, en su vertiente más lírica. El inconveniente es un fraseo poco contrastado, blando. Sin embargo, la elegancia y la finura de esta versión hacen olvidar justamente ese déficit menor.
La isla de los muertos es abordada con la debida oscuridad y hondura. Ahora bien, durante buena parte de la obra serían deseables una tensión y un dramatismo mayores. Nuevamente el fraseo ofrece pocos contrastes y acentos algo débiles; lo mismo sucede en la configuración de los planos sonoros, en la que se advierte una cierta uniformidad. Los tiempos son un poco morosos. Todo ello resta colorido y atenúa el carácter lúgubre y misterioso de la pieza. Paulatinamente esta versión va ganando en contornos y en expresividad, va desvelando su intención y su sentido. Evidentemente no se pretende aquí reproducir el aspecto pictórico de una obra inspirada en la célebre serie de cuadros de Arnold
, como tampoco transmitir el misterio y la inquietud que plantea el tema de la muerte. Lo que oímos a medida que avanzan los compases es una interpretación que aúna reflexión y monumentalidad, una especie de "mausoleo filosófico" traducido en notas. No estamos ante una versión ortodoxa, pero sí ante una lectura personal y sin duda interesante.En Debussy echamos de menos otra vez un fraseo más decidido, entradas más contundentes y un tiempo algo más vivo. También aquí predomina el carácter idílico, más la siesta que el fauno, más el ensueño que el erotismo y el deseo lúbrico e intranquilo. La orquesta suena sin aristas, redondeada, las maderas le dan una especial calidez. La concertación de las familias instrumentales es estupenda, fluída, orgánica, sin cesuras. Pero también sin sorpresas, sin los deseables toques lúdicos ni dramáticos. Estamos ante una versión elegante, lírica, refinada poco o nada mediterránea y con un punto de melancólico desmayo. No es ideal, pero sí hermosa, si somos capaces de aceptar su heterodoxia estilística.
En El poema del éxtasis es admirable la transparencia de los planos orquestales que permite apreciar en todo su esplendor la complejidad tímbrica y armónica de la obra. Pero como en las piezas anteriores nos gustaría algo más de nervio, algo más de inquietud, entradas y notas de cierre más contundentes. Ciertamente Jukka-Pekka Saraste sabe dotar a la obra de impresionante monumentalidad sin restarle elegancia. No negaremos que su versión es muy bella, pero lo que no consigue del todo es el éxtasis que le da título. ¿Decepcionante? Sí y no. Un oyente exigente y "competente", pero que no conociera la obra, saldría del concierto mucho más que satisfecho.
Con respecto a la orquesta, sólo podemos decir que su nivel es excelente, que pasa por uno de sus mejores momentos y que satisface en todos los sentidos. Característico es su colorido oscuro, sombrío, combinado con una transparencia que le le otorga una rara hondura. Al cabo de años se advierte que el trabajo con Christian Thielemann sigue dando frutos, que la débil fase bajo la dirección de Lorin Maazel ha quedado atrás y que la labor de Valery Gergiev ha sido magnífica.
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