Reino Unido
Pasiones estentóreas e irresistibles
Agustín Blanco Bazán

El veraniego Grange Festival, ubicado en
medio de un paisaje de lagos y colinas de belleza única en la campiña inglesa
de Hampshire, acaba de presentar esta nueva producción de Macbeth. Ello siempre
en medio de una atmósfera donde la magia del teatro parece extenderse a los
espectadores, de gala y merendando en picnics sobre el césped, en carpas, pabellones
o un restaurante dentro de una mansión palaciega y semiderruida. Alguna vez he
pensado ir sin entradas, al menos para tomarme un buen té y después … ¡nada de
ópera!, sino simplemente caminar entre los ciervos del bosque y sentarme frente
a un lago plagado de patos curiosos e irreverentes. Pero ocurre que el viaje en
auto desde Londres es de dos horas. Y, después de todo, las producciones de ópera
en el teatro construido en la Orangerie, sin elevarse a la internacionalidad que
se ha ganado Glyndebourne, siempre vienen cargadas de contagiosa energía y
entusiasmo.
La receta para Macbeth fue, en este sentido, típicamente preparada con la ayuda de
jóvenes cantantes alrededor de alguna figura importante que, hacia el final de
su carrera, tiene tiempo para ensayar durante varias semanas en este solar de
campo. La puesta en escena para este teatro de alrededor de cuatrocientos
espectadores es mas bien práctica y modesta. El este caso, una galería circular
en dos pisos reminiscentes de la decoración única que ofrecían los teatros
isabelinos en la época de Shakespeare, es en la parte superior una biblioteca
atestada de libros. Junto a ellos van y vienen durante toda la función las
brujas: como sacerdotisas de un oráculo griego manipularán a los personajes a
través de acertijos tendientes a demostrarles que más que un destino por encima
de sus ambiciones, son estas últimas las que determinan el futuro de su propia
destrucción.
La directora de escena Maxime Braham viene del mundo del ballet y tal ver por ello la constante danza de brujas resultó a veces un poco reiterativa y machacona. Pero hay momentos de palpitante significado: en la primera escena y después de la partida de Macbeth y Banquo las brujas actuaron su coro de cierre (S'allontanarono!) como un aquelarre, deshojando y dejando caer como una lluvia las hojas de los libros de los estantes superiores. Una de esas hojas es la fatídica carta que Lady Macbeth barajará en el aire.
La distinguida Judith Howard sobreactúa este papel, pero
lo hace con el talento de siempre, porque es difícil encontrar una villana
capaz de apoderarse de todo y todos con un desparpajo similar. Su registro está
ahora sujeto a inseguridades de afinación en los agudos pero no por ello dejan estos
de ser lacerantes y de una intensidad de vendaval. Y el fraseo es de una maldad
siempre regocijante, un feroz mangoneo para un marido que no deja de pelearla en
esta contienda matrimonial sin concesiones de paz o aceptación.
Porque Gezim Myshketa, un joven
barítono albanés, no se queda atrás gracias a una voz de poderosa proyección y,
algo que los cantantes albaneses pueden mejor que los ingleses, un fraseo
intensamente articulado y en este caso declamado con acertada intención
dramática: cuando este Macbeth se sienta sobre la pila de libros que cubre la
casilla del apuntador con sus patitas pendiendo sobre el foso y cuenta sus
desdichas y su desesperación, al público no le queda mas remedio que pegar su
espalda a la butaca para resistir un aluvión de emotividad.
Y solo agarrados a la butaca es posible resistir la mezcla de dolor y patriotismo del aria de Macduff proclamada por Samuel Sakker y el coro final. O la bien expresada angustia del Banquo de Jonathan Lemalu. Y aquí agrego un perceptivo detalle de regie: Durante el asesinato de Banquo es una de las brujas la que ayuda a su hijo a huir tomándolo en sus brazos: “¡así no vale!”, me sentí tentado de gritarles.
La vociferante energía de los solistas fue encausada por
una asertiva exposición de tiempos rápidos, melodías soberbiamente intensas y
percusión efectivamente enfática instruida por Francesco Cillufo a la excelente
orquesta de Bournemouth. Decididamente, esta no fue una interpretación sutil,
pero uno se imagina a Verdi retrucando con ese lugar común de “¿sutilezas?, ¿a
mí?” Porque lo cierto es que encerrados en este pequeño teatro y con artistas
dispuestos a darlo todo, fue imposible escapar a un entusiasmo que no admitía
término medio.
Salir del teatro y caminar en un parque casi en penumbra en una maravillosa noche de luna fue como escapar de una batalla de brujas patriotas y asesinos para apreciar sus pasiones en medio de un bucolismo reparador. Fueron pasiones que precisamente por cabalgar sobre imperfecciones vocales o rusticidades escénicas brillaron con el histrionismo digno de una obra maestra.
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