España - Valencia
A la mitad, grandísimo Wozzeck lleno
Rafael Díaz Gómez

A
pesar de que estén leyendo esto les presupongo buen gusto. Gusto al que me
siento dispuesto a desafiar, incluso aún más, hablándoles de mi vida (pero sin
exagerar). El caso es que mi compromiso con Les Arts fue acudir a la última de
las funciones del Wozzeck con el que el teatro cerraba una excelente
temporada de ópera. Sin embargo, tras el estreno, un amigo de esos en los que
confiar en estas materias, me dijo: está muy bien. Les ahorraré de la
conversación adjetivos y énfasis y simplemente les diré que como no había en
absoluto problemas para conseguir entradas adquirí una para la segunda
representación. Una de esas que salen más económicas (35% de descuento) si las
compras dos horas antes de que se inicie el espectáculo. Y claro que tenía
razón mi amigo. Estaba muy bien. ¡Buf, muy bien! ¡Pero que muy bien! Así que
repetí la operación en la tercera de las funciones, pues a saber cuándo se iba
a volver a encontrar uno la oportunidad de disfrutar de un Wozzeck de
esa calidad, si además esta era la primera vez que se subía a las tablas en
Valencia.
A la cuarta representación, lástima, no pude acudir. A la quinta y final ya asistí con el hábito de crítico, que consiste en mi caso en el mismo atuendo que de paisano pero con un leve, pero de apariencia muy intelectual, fruncido del ceño. Lo primero que me sorprendió, y mucho, es que el teatro estaba a tope. Al parecer, el efecto combinado de una pertinaz y bien orquestada campaña en la prensa, unas críticas unánimemente laudatorias y una repentina reducción del precio de las entradas a la mitad en las dos últimas funciones obraron el milagro.
Bueno, pues perdido el efecto de la relación directamente proporcional entre el sentimiento de lo culto que es uno y la cantidad de asientos vacíos que lo rodean, solo cabía regodearse en la concupiscencia de ir previendo cómo el personal iría saliendo despavorido pese a no haber descansos entre los actos. Pero, y esto es lo segundo que me sorprendió, de ninguna de las maneras sucedió así. El público se quedó clavado en sus butacas hasta el final. Que el espectáculo atrapaba era obvio.
Y
la tercera cosa sorprendente (en fin, hipotéticamente sorprendente) la pongo
más en sus magines que en el mío. Y se trata del asombro (no tanto
estupefacción) en forma de pregunta que podríamos formular del siguiente modo:
¿así que tiene usted tiempo para acudir a tres representaciones de una ópera y
tarda un mes en escribir una reseña? Pues sí, así ha sido, pero ¡para qué les
voy a contar mi vida! [Aunque yo también llevo esperando más de lo aceptable,
en este caso sí que con estupefacción, a que se concrete un currículum de
educación secundaria en una comunidad autónoma en la que aumentándose el número
de horas lectivas del alumnado (y luego dirán que si el modelo finlandés), se
reducen las de la asignatura de música y se relegan a los cursos más tempranos,
no vaya a ser que tratar y reflexionar de forma adulta sobre el fenómeno
musical sea algo horrible o quién sabe si inconcebible para quien toma estas
decisiones, que al final resulta que lo mismo es una única persona. Pero
quizás, solo quizás, esta sea otra historia. Cierro corchete].
Por lo demás, a estas alturas ya ha debido quedar patente que el broche de la temporada (que, para qué mentir, se nos hace corta) en Les Arts fue un lujo. La producción no es apta para cualquier escenario. Por una parte ha de poder soportar el enorme peso de un cubo móvil suspendido, abierto por el lado que da a la sala, que es el habitáculo de la familia de Wozzeck (también despacho del capitán y consulta del doctor), y por otra ha de permitir mantener estanca una lámina de agua, siempre presente durante la representación, ya sea en los ambientes de las escenas de exterior como en las de interior (taberna o cuartel). Consigue una curiosa mezcla entre robusted y ligereza, que no es menos llamativa que la que logra entre degradación y belleza. No es que la fuerza del mensaje se rinda al esteticismo (con, entre otros elementos, sus referencias al cine y a la pintura expresionistas) en absoluto. La puesta en escena profundiza escarneciendo, llegando al hueso del grito, pero lo hace de una forma feamente hermosa.
Kriegenburg, por ejemplo, evita que la muerte de Marie, el único personaje sobre el que encuentra Wozzeck oportunidad para ejercer la venganza, sea sádica. Aunque en realidad, el director de escena halla en el hijo de ambos otra víctima propiciatoria de Wozzeck, pues le hace aparecer en escena en casi todas las escenas y casi siempre ignorado por el padre (grande en ese rol el joven de la Escolanía Adrián García). En fin, son muchos los detalles. El grotesco vestuario y trabajada caracterización (solo Wozzeck, Marie y su hijo se libran de ambos), la cuidadísima iluminación, el equilibrado movimiento de personajes (coreografías incluidas) son parte del engranaje de esta historia de humillaciones siempre actual, quizás ahora, para nuestra desgracia, más vigente.
La
orquesta estuvo fantástica. Sus integrantes se felicitaban al final
reconociéndose el trabajo mutuo. El público también lo hizo, diría que casi con
fervor. James Gaffigan realizó un trabajo de gran fiabilidad, tan conciso como
productivo. Mostró control y vuelo poético. Iluminó recovecos de la partitura
habitualmente perdidos en un flujo más indefinido y con unas riendas temporales
no por firmes menos flexibles. Supo extraer toda la modernidad sonora de la
obra pero bien fundada en sus precedentes tardorrománticos. A buen seguro el
director estadounidense disipó las dudas que sobre su rendimiento al más alto
nivel se podrían haber albergado. Así pues, vindicación absoluta de la apuesta
de Jesús Iglesias.
Del coro, lo que ya sabemos y que ha sido tendencia esta temporada: actuar mucho además de cantar. No mucho papel tenían en el segundo de los cometidos, pero resuelto con precisión y ya sin mascarilla. Y respecto al rendimiento de los solistas, sensacionales, sin apenas fisuras. En especial sobresalientes Peter Mattei como Wozzeck y Eva-Maria Westbroek como Marie. El primero, que no es precisamente bajito, se repuso con pasmosa naturalidad al hecho de dar con sus nalgas en el suelo por rotura de una silla en la primera escena. Fue una anécdota, pero ni aún así se desconcentró el tenor sueco, absolutamente metido en el rol. Lo mismo que Westbroek, otra voz de las de referencia en el papel de Marie en la actualidad y no solo por potencia y colocación de la voz.
Por su
parte, Andreas Conrad fue un capitán que cantó, según se anunció por megafonía,
tocado por una indisposición que a la hora de la verdad supo enmascarar con
profesionalidad. También Franz Hawlata logró compensar con caricaturesco
histrionismo unas condiciones tímbricas y de registro que no le hacían en principio
acreedor al doctor que se suele tener como idealizado. Y así podríamos seguir.
Christopher Ventris fue un tambor mayor más que acertado vocal y actoralmente
en su zafia y apabullante rotundidad. Tansel Akzeybek bordó sus intervenciones
como Andres, lo mismo que bordada quedó la muy expresiva Margret de Alexandra
Ionis. Impecables, por lo demás, todos los papeles masculinos de la taberna.
Muchos aplausos hubo al final para todos. El espectáculo había sido total, soberbio, de campanillas, teatro lírico de primerísimo nivel. Ahora ya solo queda esperar hasta la próxima temporada. Y total, si lo miramos bien, ya ha transcurrido un mes.
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