Francia
Toda esperanza
Jesús Aguado
No, no es que hubiera abandonado yo toda esperanza, tras los dos espectáculos, Salome e Idomeneo a los que había ya asistido en el presente Festival d’Aix-en-Provence, pero reconozco que en un estreno absoluto como el de ayer no esperaba yo encontrar el arrebato que me había faltado los días anteriores. Pero como el destino es un bellaco, el flechazo se produjo, y la obra de Pascal Dusapin me fascinó como espero siempre que me fascine una representación operística.
No soy ningún experto en la trayectoria de Dusapin, pero repasando los que fueron sus maestros, Messiaen, Xenakis y Donatoni, es fácil rastrear sus huellas en Il viaggio, Dante. De Messiaen se pudo apreciar el gusto por la sensación de atemporalidad en la música, con pasajes que parecían suspendidos fuera del tiempo, así, como una vocalidad de un enorme lirismo. De Xenakis, el uso de grandes masas sonoras que en ocasiones se mueven como bloques, y de Donatoni, el afán por superar determinados esquemas, llámense deterministas, seriales, estocásticos (...), pero no rechazándolos sin más sino supeditándolos a la pura invención musical, a la magia del sonido si se me permite usar ese término a estas alturas del siglo XXI.
La música de Dusapin en esta ópera es, sobre todo, profunda y conmovedoramente hermosa. Puede servirse de todos los recursos compositivos a su disposición pero nunca abandona una clara búsqueda de la belleza, belleza en este caso puesta al servicio del texto y de la historia. Tal vez ese afán lo aparte de la vanguardia más militante, pero el resultado final es mucho más accesible. Cierro aquí este párrafo, pues el debate entre el compromiso del artista y su accesibilidad da para muchos tratados, y este no es el lugar ni la manera de abordarlos.
Tener a Kent Nagano al frente de la orquesta es hablar de la realeza, desde luego hay que reconocerle al Festival d’Aix un poder de convocatoria de grandes figuras digno de admiración. En sus manos, la Orquesta de Lyon sonó como el mejor de los instrumentos tocado por el más virtuoso de los intérpretes. La calidad del sonido de esos acordes y masas sonoras era indescriptible, como lo era la miríada de pequeños detalles con los que Dusapin salpica su obra: un pequeño toque de percusión, unas notas del flautín. Emoción y exactitud de principio a fin. Y el Coro de la Ópera de Lyon, dirigido por Richard Wilberforce, fue un lujo en su amplia intervención. Dusapin mezcla momentos de “gritos y susurros”, con elementos tomados evidentemente del gregoriano y de toda la música modal de la Edad Media, que le servían de anclaje al texto original de Dante y a su contexto.
La obra tiene pocos personajes solistas, y todos tuvieron actuaciones destacadísimas. Jean-Sébastien Bou era Dante en su encarnación más madura, el que escribe la Divina Comedia. Su actuación fue magistral (la dirección de actores, cuando se hace bien, facilita mucho las cosas, luego hablaré de ello) en un papel lleno de fuerza y con una vocalidad absolutamente apasionada y carnosa que me sorprendió, pues había leído alguna entrevista con Dusapin en la que hablaba de cómo la ópera trataba de seres que en realidad están flotando en la nada, y que eso le había hecho plantearse cómo dar respuesta musical a esa situación. Bien, pues nada de voces angelicales: pasión y fuerza en casi todo momento. Bou tiene una amplia y hermosa voz de barítono y Dusapin le permite cantar a placer. Gran triunfo.
Y también gran triunfo el de la mezzo Christel Loetzsch, que interpretaba al Joven Dante en la época en que escribe Vita Nova, tras la muerte de Beatriz. También gran lucimiento por su parte: su voz es amplia, carnosa, de agradable agudo y potentísimo grave, con timbre casi tenoril en esa zona, a la que Dusapin le hace bajar con frecuencia. Gran actuación también en la parte actoral, recibió un gran aplauso.
Evan Hughes era Virgilio, que acompaña a Dante en su viaje. Su voz es hermosa, aunque le faltó tal vez algo de volumen, si bien es cierto que, por la escritura orquestal de Dusapin, llena de frecuencias graves muy mantenidas en el tiempo, era el más perjudicado de los solistas en su lucha por el espacio sonoro. En cualquier caso, salvo momentos puntuales, sonó convincente y acertado.
Jennifer France era Beatrice, la amada de Dante por la que recorre todo el camino, infierno, purgatorio y paraíso, con la esperanza de volver a verla. El papel no es muy largo y parte de él lo cantó desde la parte de atrás del teatro, no del escenario sino de la sala. Es un papel arriesgado pese a su brevedad, escrito para soprano lírica y se pasa prácticamente todo el tiempo en el sobreagudo. Lo resolvió con pasmosa seguridad, su voz tiene un timbre muy hermoso incluso en lo más agudo de la tesitura. Una lírica de manual.
Y si Jennifer France como Beatrice se mueve en el sobreagudo, lo de Maria Carla Pino Cury, como Santa Lucía es difícil de explicar. De entrada, su papel es el que más me cuesta comprender, no tanto por el personaje en sí, que efectivamente aparece en la obra de Dante, sino por la dirección escénica y la caracterización vocal del mismo. Cantó notas que no creo que estén en el registro humano, lo digo sinceramente. El personaje es ciego, y la dirección de escena la presentaba prácticamente como sufriendo un permanente ataque de epilepsia, y sus extremadísimos sobreagudos contribuían a esa impresión. En un momento confundí su voz con el flautín que estaba sonando, o tal vez confundí al flautín con su voz, no sabría decirlo. Con semejantes dificultades, es evidente que algún agudo iba a sonar tirante, pero es que no se le puede pedir a nadie que suba al Everest sin bombonas de oxígeno y que no se le note la fatiga. Decir que dio todas las notas es un elogio mucho más grande de lo que parece a simple vista, créanme.
Dominique Visse era la voz de los condenados. Me resultó entrañable ver por primera vez en escena a alguien cuyo nombre he visto tantas veces en discos del Ensemble Janequin, pero su actuación no se puede juzgar como la de un cantante, pues no es ese su papel en la obra. Es una especie de histrión, que da el contrapunto satírico, a veces divertido, a veces cruel, a la solemnidad de lo que vemos y oímos. Canta, ríe, grita, emite todo tipo de sonidos, siempre al servicio del personaje, y por lo tanto con una gran eficacia. Considero su parte la de un actor más que la de un cantante al uso, y como tal fue entendida y aplaudida. Giacomo Prestia era el Narrador, un papel hablado que resolvió con eficacia.
La puesta en escena de Claus Guth fue otro acierto que demostró que cuando hay una idea clara de lo que se quiere contar, se pueden utilizar todos los recursos disponibles y que funcionen. Algunas de las cosas que hizo están más que vistas en producciones operísticas a estas alturas, y sin embargo, todas tenían su sentido y estaban al servicio de la historia. Las proyecciones son un tópico, pero Guth las utiliza para situarnos en las coordenadas en las que Dante inicia su viaje: han pasado años desde la muerte de Beatriz, y en una noche va conduciendo (la ambientación es contemporánea) por un bosque, borracho, y choca con un árbol. Herido, se arrastra y cree ver a Beatriz. Esa proyección, hecha sobre un cortinaje que recordaba poderosamente a escenas de Twin Peaks, y que va a estar presente casi toda la obra, sigue tras la apertura del telón.
Vemos al joven Dante y al Dante maduro replicando sus gestos, casi en espejo, en una casa convencional, supuesto hogar del poeta. Beatriz aparece con un vestido rojo que reaparecerá casi en cada encarnación femenina que veamos (otra idea, la del desdoblamiento múltiple que empieza a aburrir de tan vista, y que aquí, una vez más, funciona a la perfección), será el mismo vestido que vista Dominique Visse como voz de los condenados.
Un simple marco de luces de neón es el portal de acceso al infierno, que será después usado para resaltar uno de los tormentos, protagonizado, como no, por otra mujer con vestido rojo. Incluso los gestos de Beatriz, encendiendo un cigarrillo, descalzándose, son replicados por todas sus contrafiguras, consiguiendo crear una gran sensación de coherencia y unidad.
La dirección de actores es magistral, llena de detalles, de contrapuntos decididamente cómicos, de hallazgos visuales. Un telón que cubre a los condenados será después un enorme ropaje que utilizará la voz de los condenados, y terminará siendo una especie de masa oscura que intenta una y otra vez engullir a Beatriz, sin conseguirlo. Imaginación teatral en estado puro, un festín para la vista y el oído. Una gran noche de ópera.
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