Argentina
La vuelta de la excelencia
Gustavo Gabriel Otero

Hace tiempo que los artistas de verdadera relevancia internacional no pasan por el Teatro Colón en ópera completa sino en recitales con orquesta o con piano: los problemas de agenda, la planificación anticipada, la distancia con los grandes centros internacionales de la ópera o el tiempo que demandan los ensayos de una producción completa son algunas de las muchas causas que impiden la presencia de los más grandes artistas de nuestro tiempo en ópera completa en Buenos Aires. Esta parece ser la regla general que, afortunadamente, se quebró con esta nueva puesta en escena de L’elisir d’amore de Donizetti para la cual se convocó a tres de los mejores cantantes internacionales de su cuerda, a un director de probada solidez y gran carrera, y a un puestista de larga experiencia. El resultado, naturalmente, no defraudó, y fue la vuelta de la excelencia en un teatro de acústica perfecta y gran belleza, con un pasado glorioso pero un presente irregular.
La realización
visual a cargo de un equipo comandado por Emilio Sagi en la dirección escénica,
ubicó la acción en el patio de un colegio o una plaza de alguna pequeña
localidad estadounidense en los años 50. En ese patio hay aros de basquet, una
tribuna, un enrejado que la rodea; dos construcciones con ventanas, la típica
cartela estudiantil, presencia de jugadores de básquet, porristas, chicos y
chicas de aspecto juvenil, bicicletas, la banda escolar y hasta un automóvil descapotable
de época que sirve para la entrada del doctor Dulcamara. Por detrás se ven las
casas del pueblo y el cielo.
Adina en vez de
ser una aldeana rica es la chica más bella de la escuela, Nemorino un
estudiante tímido e inocente, Belcore porta un uniforme que se asemeja más al
de los miembros de una banda de música pueblerina que a un militar y Dulcamara
en un clásico vendedor-estafador ambulante que intenta colocar sus productos a
toda costa con engaños y apelando a la credulidad, cosa habitual tanto en la
ubicación original de la obra, como en los años ’50 del siglo pasado o en la
actualidad.
No pareció
aportar nada una larga escena muda con jugadas de básquet antes de la obertura.
Con todo, la propuesta resultó atractiva, fresca, colorida y renovada sin
grandes debilidades entre el texto y la dramaturgia. Se notó un cuidado trabajo
de marcación actoral tanto para los solistas como para los miembros del coro,
con algunos atractivos golpes de efecto o de comicidad. El planteo
escenográfico de Enrique Bordolini fue de precisión fotográfica, muy adecuada
la iluminación a cargo de José Luis Fiorrruccio y de excelencia el vestuario de
Renata Schussheim tanto por el refinamiento de los estilos y la moda del
momento en el cual se ubica la acción, como la gama de colores y la bella
factura frutos de los artesanos del Teatro Colón.
El maestro Evelino Pidò realizó un
formidable trabajo de concertación de obsoluta perfección. Siempre cuidando el
balance entre el foso y la escena logró una versión de excelencia por parte de
la Orquesta Estable. Párrafo aparte merece la acertadísima decisión de ofrecer
una versión completa de la obra abriendo varios cortes que hasta hace algunos
años eran tradicionales; entre ellos el cuarteto con coro que predece al dúo
entre Adina y Dulcamara en el segundo acto, que ayuda a comprender más
acabadamente la trama y da sentido a la gran aria del tenor que sigue luego.
El elenco de
cantantes reunido fue el más sólido, homogéneo y de verdadera carrera
internacional desde hace mucho tiempo en el Colón. En la faz vocal el primer
acto pareció un poco contenido o de aclimatación para los solistas, mientras
que en el segundo la excelencia brilló en todo momento.
Javier Camarena
fue un Nemorino de perfección belcantista, agudos de acero, ductilidad actoral
y refinamiento expresivo. Interpoló algunos agudos y cadencias y una gran
versión de su gran momento solista -‘Una
furtiva lacrima’- que logró que el público estallara en aplausos.
Nadine Sierra deslumbró
como una Adina ideal: su belleza natural resalta sus brillantes condiciones
actorales, y su excelencia como intérprete brinda una verdadera lección de
canto donde luce su extraordinario registro con bello centro y agudos
perfectamente timbrados. Su interpretación fue una verdadera fiesta de sobreagudos,
filados y pianísimos y el delirio del público llegó con su extraordinaria
versión de ‘prendi: per me sei libero’.
Ambrogio Maestri
exhibió rara elegancia como Dulcamara y desbordó carisma y simpatía. A su atractivo
escénico sumó su voz poderosa y bien timbrada en toda la extensión del registro.
Cada frase fue interpretada con la intencionalidad precisa y perfecta.
Alfredo Daza fue un Belcore de buena factura mientras que Florencia Machado completó el elenco con eficacia como Giannetta.
El coro, dirigido como es habitual por Miguel Martínez, tuvo una gran noche tanto en su desempeño musical como en sus movimientos en escena.
En suma: una bienvenida vuelta a la excelencia y a intérpretes de nivel internacional que deseamos continúe y se repita en el futuro.
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