Austria
Salzburgo 2022Suor Angelica fuma
Agustín Blanco Bazán

En una escena memorable del Tríptico escenificado por Christoph Loy en
Salzburgo, Asmik Grigorian -la soprano estrella del Festival de este año- nos
presenta una Suor Angelica que responde con desesperación, incredulidad y
rebeldía al lacónico anuncio de la muerte del hijo que la ha obligado a purgar
su pecado en un convento. Luego de firmar los papeles que tira por el aire en
la cara de su tía princesa, la monja se arranca la cofia y se desploma en una
silla para comenzar un antológico Senza
Mama. Pero el hijo muerto que ella ve en una estrella le ayuda a
incorporarse y elevar los brazos con la liviandad de una espiga mientras emite
un filado firme y luminoso.
Las monjas comprenden que con la muerte de su “pecado” el encierro ha
terminado para ella y le acercan la valija de la cual sacará la ropa de calle
de la cual una vez se despojó para tomar sus hábitos. Allí se encuentran los
cigarrillos que había dejado de fumar, uno de los cuales enciende para darse un
respiro antes de preparar su veneno.
Loy respeta la visión que Puccini concedió a ésta, su suprema heroína, al
permitir que un niño interrumpa la escena y se acueste en el regazo de esta
mujer finalmente liberada de los prejuicios que arruinaron su vida. Pero
también se permite una de sus típicas “originalidades”: Angélica, que ha
cortado las plantas para preparar su veneno con una tijera, trata de escapar
por la puerta trasera de la escena, pero cae torpemente estando de espaldas del
público para volver a la escena con los ojos morados. ¿Se los ha herido con la
tijera para quedar ciega y así transformarse en vidente como el mítico
Tiresias? ¿Y de esa manera “ver” la milagrosa aparición de su hijo muerto?
Loy ubicó las tres óperas dentro de un espacio cerrado, algo así como un
gran estudio de ensayos casi vacío, y solo interrumpido por unos pocos muebles.
En Gianni Schicchi hay una cama
debajo de la cual los Donati esconden rápidamente el cadáver de Buoso, y una
nevera en cuya parte trasera Rinuccio encuentra el testamento. En Il tabarro, la derecha está ocupada por
una gran barcaza que comercia con muebles. Alguno de ellos, en particular un
gran sillón desembarcado o a punto de ser subido a bordo, ayudan decisivamente
el progreso de la acción. Y en el lado izquierdo de Suor Angelica están las macetas con las plantas redentoras que
cultiva la monja, mientras que a la derecha vemos la mesa que no solo servirá
para firmar el documento a través del cual Angelica certifica su conformidad
con la partición de bienes de su familia: en una primera rebelión la heroína
reprocha a su tía la falta de piedad golpeando furiosamente sus puños contra
este mueble. Decididamente esta nena no es tan modosita como lo pretende la
madre superiora.
Como ocurre normalmente con Loy el minimalismo escénico se complementa con
una regie de personas sobria e intensa. Como Lauretta, Grigorian canta su “O
mio babino caro”, parada y sin un gesto de brazos junto al sillón donde está
sentado su padre y solo bien al final se sienta en el regazo de éste para
cantar su “Bappo pietà pietà” mirándole a los ojos.
La propuesta de comenzar con Gianni Schicci y terminar con Suor Angelica fue en parte aceptada por la grandeza de la escena final, realmente una exaltación digna de un final operístico. Pero, ¡ay!, como ocurre con la secuencia más común en la presentación de las tres óperas, la del medio siempre parece perder dramatismo. Así pasa con Suor Angelica normalmente, y así pasó en Salzburgo con Il Tabarro que al quedarse en medio pareció perder su arrolladora intensidad de film noir y grand guignol: solo el “E ben altro il mio sogno” de la Grigorian arrolló como una visión de ideal no consumado, pero no por ello menos luminoso, en medio de la desesperanza que predomina en esta ópera.
¿Tal vez mejor poner Gianni Schicchi entre las otras dos? No en opinión de Loy, que ha decido evocar esta
trilogía comenzando por un infierno que nadie se toma en serio, seguida de un
purgatorio aparentemente sin salida y culminada con ese paraíso al que solo
pueden llegar los pecadores. ¡Bien dantesco!
Aparte de Grigorian los elencos fueron aceptables pero no descollantes, tal
vez con la excepción de Karita Mattila, una tía princesa elegantemente vestida
y de pantalones, pero decididamente más fría que un Iceberg y capaz de lanzar
cada frase como una puñalada sutil y penetrante. Nada pués de la chupacirios a
que nos tienen acostumbrados sino una formidable manipuladora de conceptos como
religión, honor y fortuna familiar.
Mishia Kiria cantó un Schicchi de voz firme y fraseo claro y de aceptable
sarcasmo, y Roman Burdenko también convenció vocalmente como Michele en Il Tabarro, pero se quedó dramáticamente
corto en su doliente dúo con Giorgetta y en su “Nulla Silenzio”.
Como Rinuccio en Gianni Schicchi,
Alexei Neklyudov exhibió un bello timbre lírico en el registro medio pero
estuvo débil en el pasaje a la colocación de los agudos y estos le salieron
algo “estrangulados”. En Il tabarro
Joshua Guerrero cantó un Luigi bien fraseado pero de timbre algo desparejo:
algunas notas brillantemente colocadas, otras más bien neblinosas.
Entre los cameos se destacó Ankeadja Shkosa, quien como Grigorian cantó en
las tres óperas como Zita, la Frugola
y la Suora Zelatrice
¿Hay algún acorde que no salga perfecto a través de la Filarmónica de
Viena? La respuesta es, por supuesto: ¡NO! Es así que este Tríptico brilló por
su detalle y diferenciación de voces orquestales. Pero ocurre que Puccini es
sin duda itálicamente expresivo pero nunca bombástico. En mi opinión Franz
Welser-Most ignoró este requerimiento de sobriedad en los tutti, que sonaron demasiado fuertes y exageradamente expandidos. Y
el volumen también afectó frecuentemente el balance entre los cantantes y la
orquesta. De cualquier manera, la sincronización entre esta última y la escena
fue prolijamente cincelada.
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