Suiza

Lucernefestival 2022

Diversidades para violín y orquesta

Alfredo López-Vivié Palencia
viernes, 9 de septiembre de 2022
Lisa Batiashvili y Yannick Nézet-Séguin con The Philadelphia Orchestra © 2022 by Todd Rosenberg/The Philadelphia Orchestra Lisa Batiashvili y Yannick Nézet-Séguin con The Philadelphia Orchestra © 2022 by Todd Rosenberg/The Philadelphia Orchestra
Lucerna, lunes, 5 de septiembre de 2022. KKL Konzertsaal. Lisa Batiashvili, violín. The Philadelphia Orchestra. Yannick Nézet-Séguin, director. Karol Szymanowski: Concierto para violín nº 1, op 35; Ernest Chausson: Poème, op 25; Antonín Dvořák: Sinfonía nº 7 en Re menor, op 70. Festival de Verano de Lucerna. Ocupación: 95%
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El pasado mes de agosto Deutsche Grammophon sacó al mercado un disco que contiene –entre otras- las dos obras concertantes del programa de esta noche, tocadas por los mismos intérpretes. A propósito de este lanzamiento, leo en la web del sello amarillo que para su Primer concierto Karol Szymanowski se inspiró en Noche de mayo, un poema de Tadeusz Miciński que habla del amor entre dos varones. Por su parte, el Poème de Ernest Chausson nació del encargo de Eugène Ysaÿe y del influjo de El canto del amor triunfante de Iván Turgueniev, quien estuvo un tiempo alojado en casa de Pauline Viardot y su marido, al parecer compartiendo con ambos algo más que mesa y mantel. Si el Festival de Lucerna va de diversidad, ahí quedan esos dos ejemplos.

Algo tiene la música de Szymanowski que me ha fascinado todas y cada una de las –pocas- veces que la he escuchado. Hoy me ha sucedido lo mismo. No conocía este Concierto op 35 (escrito en 1916), pero he visto nuevamente que su autor conocía muy bien a Stravinski, a Strauss y a Debussy, y he comprobado una vez más que no suena como ninguno de ellos. No sólo Szymanowski encuentra su propio lenguaje moderno (bordeando la tonalidad, pero desde el lado correcto), sino que además es un mago de la orquestación.

Partiendo de la fuente literaria, Lisa Batiashvili (Tbilisi, 1979) ve en la obra “una danza entre erotismo y compasión, entre un mundo onírico y la dura realidad”. Desde luego es una interpretación plausible. El caso es que el concierto –media hora en un único movimiento- consiste en una sucesión vertiginosa de ambientes y emociones, al punto de que ninguna de ellas parece ser concluyente, salvo el guiño final (el solista se escabulle y los contrabajos dan un pizzicato). Sea como fuere, la versión de Batiashvili salió más que convincente: su Guarneri suena grande, su técnica es asombrosa –su seguridad en los sobreagudos del instrumento (la pieza abunda en ellos) o en la dificilísima cadencia casi al final-, y su concepto ofrece coherencia con todos los contrastes que encierra esta obra, tocada con absoluta libertad y –por consiguiente- con toda la atención por parte de la batuta.

Contrastes que Yannick Nézet-Séguin (Montréal, 1975) y su orquesta también aprovecharon: el autor reserva para ellos unas explosiones sonoras tan bien orquestadas que nunca suenan estrepitosas por más fuerte que se toquen (y a fe que los de Filadelfia no escatimaron decibelios). Aunque para contraste (que también es diversidad), el Poème de Chausson, una obra tan refinada como seductora –escrita en 1896 con la mirada puesta en el nuevo siglo-, de ésas que uno desea que no acabe nunca, y a la que tanto Batiashvili como Nézet-Séguin sirvieron con calidez y con el mejor poder evocador. Imagino que una y otro fueron conscientes de que si el público no reaccionó con gritos de aprobación es precisamente porque nadie quería despertar del sueño.

Qué pocas veces se toca la Séptima Sinfonía de Dvořák, y qué injusto me parece. Por suerte, la interpretación de Nézet-Séguin y la Orquesta de Filadelfia estuvo presidida por una decidida voluntad reivindicativa de esta pieza. El canadiense no tiene el gesto elegante, pero sí tiene muchas y buenas ideas, que se traducen en una atención casi obsesiva en la flexibilidad de tiempos y de fraseo. Nunca un mismo motivo se dice dos veces igual, el final de las frases se acentúa o se diluye (el Scherzo es propicio para ello), y continuamente imprime sutiles aceleraciones o retenciones. Lo mejor estuvo en el Adagio, concentrado, muy bien respirado (Dvořák había tomado buena nota de la Tercera Sinfonía de Brahms), y lo peor en el final, cuando Nézet-Séguin no supo controlar a una orquesta que suena descompensada, no tanto por la tradicional agresividad de los metales americanos, sino en favor de una sección de violines tan brillantes que llegan a la acería.

Con la diversidad no basta la tolerancia: es mucho mejor enriquecerse con ella. Aunque para saber enriquecerse hay que ser generoso, y esta noche hubo muchas pruebas de generosidad. Al final de la primera parte, Batiashvili y Nézet-Séguin -al piano- tocaron Beau soir, una preciosa canción de Debussy en un no menos precioso arreglo de Jascha Heifetz (lo descubrí a posteriori cuando lo vi en el disco mencionado antes); y después Batiashvili se arrancó con una pieza que tiene muchos números para ser de Ysaÿe (y todos los números para necesitar a continuación un fisioterapeuta). Al terminar el concierto y observar que salían al escenario unos percusionistas, me dije “ahí va una de las Danzas eslavas”; pues no: “Muchas gracias. Hay una guerra que continúa. Una plegaria por Ucrania”, y sonó una pieza elegíaca. Pero después sí vino una de aquellas danzas.

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