Suiza

Lucernefestival 2022

Be-bop posmoderno

Alfredo López-Vivié Palencia
martes, 13 de septiembre de 2022
Valentine Michaud y Esa-Peka Salonen © 2022 by Peter Fischli_Lucerne Festival Valentine Michaud y Esa-Peka Salonen © 2022 by Peter Fischli_Lucerne Festival
Lucerna, miércoles, 7 de septiembre de 2022. KKL Konzertsaal. Valentine Michaud, saxofón. Wiener Philharmoniker. Esa-Pekka Salonen, director. Maurice Ravel: Le Tombeau de Couperin; Anders Hillborg: Peacock Tales (versión para saxofón y orquesta); Jean Sibelius: Sinfonía nº 2 en Re mayor, op. 43. Festival de Verano de Lucerna. Ocupación: 90%
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Antes de comenzar el concierto, Michael Haefliger –intendente del Festival- salió al escenario a presentar a Valentine Michaud (París, 1993), ganadora del premio Credit Suisse para jóvenes artistas en 2020, “quien no ha podido actuar aquí hasta hoy, todos sabemos por qué.” La propia Michaud se encargó de poner al público en situación de lo que se iba a escuchar, el estreno mundial en su versión para saxofón soprano y orquesta de Peacock Tales del compositor sueco Anders Hillborg (Sollentuna, 1954), cuya primera encarnación se escribió para clarinete y orquesta en 1998. Michaud detalló que, además de música, en la obra hay juegos de luces, disfraces y baile.

Efectivamente así fue. Con el escenario absolutamente a oscuras, se escuchan unos latidos del saxofón acompañados por dos clarinetes; con una tenue iluminación se descubre a la solista acurrucada bajo el podio del director mientras los dos clarinetistas se pasean de un lado a otro; y ya a plena luz la protagonista, provista de diversas máscaras carnavalescas, se muestra con un vestido de muchos volantes y una gran cola de color azul en evocación del pavo real. Musicalmente, el saxofón salta siempre de uno a otro de los registros extremos del instrumento, y salvo un tutti a pleno pulmón en el centro de la pieza (algo más de un cuarto de hora) la orquesta se limita a contestar los pitidos del solista. Por lo demás, Michaud muestra grandes dotes como contorsionista hasta que la obra se acaba con un soplido que devuelve la oscuridad.

Fue la parte extra-musical lo que llevó al público a aplaudir con cierto entusiasmo, mientras el compositor salía a saludar. De otro modo, los aplausos se habrían limitado a la mera cortesía. Leo en diversas publicaciones que Peacock Tales es la obra más celebrada de Hillborg (ha experimentado diversas versiones hasta la de hoy), y me pregunto qué cabe entender por “celebración”. En todo caso, antes de que se extinguieran los aplausos, salió Michaud con un saxofón barítono y dio una propina que, aun estando escrita también en un lenguaje complicado, gracias al poderoso sonido del instrumento y al gran fuelle de su tañedora habría tenido cierto éxito en un tugurio lleno de alcohol y humo.

Antes de eso había sonado Le Tombeau de Couperin, una de las más elegantes filigranas de Maurice Ravel. Fue un regalo del cielo escuchar esto tocado con tanto mimo y con tanta transparencia. Salonen no se entretiene en florituras, sino que se centra en un discurso clarísimo, equilibrando a la perfección cuerdas y maderas (Ravel hace el resto); y la Filarmónica de Viena demuestra que es una orquesta de clase inigualable –qué precioso solo del oboe en el rigodón-. Y encima disfrutando de la acústica envolvente de esta sala.

Para acabar, la Segunda Sinfonía de Sibelius. En los pros: Salonen se las arregla para que no caiga el relato por un segundo (ni siquiera en ese Andante, que seguramente es el movimiento más extraño de todas las sinfonías del autor), en una interpretación que suena más rápida de lo habitual y que, no obstante, al final dura los cuarenta y cinco minutos de rigor; también admiro su versión concentrada (perfectamente construida la transición al Finale), el control milimétrico de las texturas orquestales, y la graduación ordenada de las dinámicas; y por supuesto me regalo con el sonido de esta orquesta de empaste impecable. En los contras: sabía por los discos que el Sibelius de Salonen es frío, pero imaginaba que en concierto se soltaría un poco la melena; no lo hizo, y por tanto en ningún momento tuve esa sensación de llenar de aire completamente los pulmones, que en mi opinión debe suceder al menos una vez en cada una de sus sinfonía.

No debí ser el único. Aquí una interpretación que guste de verdad suscita inmediatamente una ovación en pie; y esta vez el público aplaudió sentado. Con todo, Salonen anunció que como propina, vamos a tocar un vals; pensé en lo obvio –el Vals triste-, y no caí en otra obviedad: lo que sonó fue Donde Florecen los Limoneros de Johann Strauss hijo. Aunque no me equivoqué del todo, porque aquello fue una verdadera tristeza: sin ánimo, sin chispa, y sin la menor invitación a bailar con los rubatos apoyados en muletas. Lo cual demuestra que los valses de Strauss no se tocan solos -por mucha Filarmónica de Viena que se sea-; y que si un director quiere hacerlo así, sale así.

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