Países Bajos
Lidiando con Carmen
Agustín Blanco Bazán
La de Amsterdam es una de mis casas de ópera favoritas y por eso tiendo a ir sin preocuparme mucho por lo que dan. Simplemente me gusta estar allí, frente a un maravilloso paisaje de canales, y en compañía de un público jovial y distendido. Y artísticamente hablando, nada es más demostrativo de la vitalidad y el profesionalismo de un teatro que la calidad de sus reposiciones, por ejemplo esta de la Carmen puesta por Robert Carsen en 2009.
De Carmen, confieso, estoy un poco harto, hasta el punto de tolerar solo la versión no adulterada (¡con bandera española!) de Calixto Bieito, que hoy se vende por todos lados como un Club Sandwich de Pret a Manger, pero también a esta tiendo a evitarla ahora por el cansancio de haberla visto varias veces. Pero hasta el 14 de septiembre pasado no había visto la de Carsen y la perspectiva de ir a la Stopera (abreviación de Opera Estatal y pseudónimo universal de la de Amsterdam) me decidió a pedir una entrada, y … el efecto fue milagroso: minutos después de comenzada la función el entusiasmo por la obra se refrescó como si la viera por primera vez. ¿Por qué?
En primer lugar por la novedad del paisaje escénico, con esa enorme tribuna taurina de sillas rojas ocupando todo el fondo de la escena, desde la cual, en los actos primero y cuarto, una multitud de espectadores se confronta con el público de la sala, con piso de arena entre medio. En esta producción Carsen está sindicado no sólo como regisseur sino explícitamente como corresponsable de una iluminación intensamente incorporada a la regie: durante el primer preludio, muchos de los espectadores taurinos bajan muy cachondos a una arena iluminada como pleno sol, para después paralizarse con la súbita oscuridad que acompaña el tema del destino. Enseguida cambian sus vestimentas con aire despreocupado, ellos poniéndose un uniforme de fajina soldadesca y ellas los guardapolvos amarillos para trabajar en la fábrica de cigarrillos.
Cuando está vacía, la tribuna se transforma en un lugar de acción ocasional donde con una sincronización que refleja la excelencia de los ensayos, personajes y coros suben, bajan y saltan sobre las butacas sin la menor hesitación. Y en lo que al desenlace de la obra respecta, aquí va una comparación relacionada con la lidia final entre Carmen y Don José: Bieito escenifica magistralmente este encontronazo entre un toro y su victimario, pero se atiene a la tradición de aceptar esta confrontación como el paralelo de lo que está ocurriendo entre Escamillo y su víctima en una arena invisible al público. Carsen da una vuelta de tuerca al mostrarnos a Carmen en esa arena que separa al público sevillano de la tribuna del fondo del de la sala de la Stopera. Pero ¿quién es el toro y quién el “toreador”? En esta producción Carmen desafía a Don José poniéndose al hombro la capa de luces que le ha dejado Escamillo, mientras que Don José actúa como un animal desesperado y furioso.
Y Carsen resuelve unificación de dos dimensiones espaciales diferentes, la de adentro y afuera de la plaza simplemente con cambios de luces: el dúo final es ensombrecido como aquél comienzo con el tema del destino, y esta oscuridad es interrumpida por los abruptos y fugaces pantallazos a pleno sol que acompañan las intervenciones del coro de espectadores. El final es a pleno sol, con Escamillo saludando su público mientras Don José proclama su culpa a los espectadores de la Stopera.
Por lo
demás, Carsen no ahorra ninguna españolada o lugar común, sino que los incluye
a todos en una síntesis magistral de cabaret y drama verista. Y en ningún
momento los números musicales empalidecen la intensidad de los diálogos
hablados, aquí prácticamente completos e indispensables para el progreso
dramático a través de esa cuerda floja sobre la cual tienen que transitar todos
los personajes para balancear esa mezcla de sarcasmo y drama sin la cual no hay
buena Carmen ¡Que gran pieza teatral ésta!¡Y
que buena música incidental tiene!
A propósito de música, esta versión incluyó completa la intervención masculina en el coro de las cigarreras, y creo que un cuplé más que los habituales en la Habanera. Luego de un moderadamente cuidadoso preludio inicial la dirección orquestal de Jordan de Souza se destacó por un consistente pulso dramático que evitó esa falsa brillantez con que muchos desbalancean este dificilísimo brebaje de jolgorio y melodrama. Con esta batuta la Orquesta Filarmónica de los Países Bajos se concentró en equilibrarlo todo sin grandilocuencias y con una sensibilidad intensa y cuidadosa. Por ejemplo, la Chanson de Bohème empezó como un lento desperezarse muy bien marcado y contenido y con énfasis pero sin furia final. Siguió una canción del toreador gallarda pero nunca bombástica, gracias a lo cual el quinteto pudo convertirse en el pivote dramático del acto.
Muchos críticos han coincidido que esta reposición descolló gracias a la aparición de una protagonista formidable que, … no, … no es Elina Garança, porque la Stopera está más interesada en descubrir nuevos talentos que en gastar dinero en estrellas consagradas. En este caso, J´Nai Bridges me convenció como la Carmen más sensual y mejor actuada que he visto en mucho tiempo, no sólo por su belleza física sino por su decantada espontaneidad. Solo le basta desabrocharse tres botones de su guardapolvo amarillo para aliviar el calor al principio de la habanera y ya queda atrapado el público frente a esta especie de Lulu, que como auténtica femme fatale nunca seduce como puta sino que adopta una actitud más bien pasiva, en este caso con dos formidables destellos iniciales de agresividad. El primero es cuando después de su detención su rival Manuelita aparece en la parte superior de la tribuna, y Carmen responde saltando hacia arriba entre las butacas para trenzarse con ella con la velocidad de un gato. Y después, al final de la seguidilla, revolea la cuerda que le ataba las manos con verdadero aire de triunfo. De allí hasta el final simplemente observa, comenta y reacciona según se lo piden esos hombres que no la dejan en paz, desde los dos amantes hasta los contrabandistas. El palpitante monólogo de su encuentro con la muerte fue descomunal: tal vez hubiera sido de desear una mayor claridad de fraseo, pero finalmente todo se le perdona gracias a esta voz de terciopelo oscuro y penetrante digna de alguien que ha ganado un premio llamado Marian Anderson Award.
Frente a
ella Stanislas de Barbeyrac cantó un Don José de voz brillante y más estertórea
que sutil, aún en su célebre aria, cuyo agudo final fue bien colocado pero algo
opaco. De cualquier manera, su fraseo fue palpitante en su declamación y
sentido.
Estentóreo
también, aún cuando con formidable capacidad de fiato, el Escamillo de Alexander Vinogradov, llegado a último
momento para reemplazar al costado de la escena a un indispuesto Lukasz
Golinski que solo pudo actuar en mímica y en los diálogos hablados. Adriana
González cantó una Micaëla, de voz firme y brillante, y también descolló una Frasquita
que Inna Demenkova, una alumna del programa de estudio de la casa, interpretó
con un timbre apoyado en una consumada seguridad de ataque.
La introducción de dos intervalos después del primer y antes del cuarto acto, a Carmen y Don José integrar el final del segundo con un apasionado abrazo que se prolongó durante los idílicos primeros compases del preludio del tercero. De esta manera, Carsen se permitió aliviar la desdicha de estos dos legendarios personajes operísticos con un fugaz momento de amor.
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