Países Bajos
Disfrute y concentración
Agustín Blanco Bazán

De
la orquesta del Concertgebow me enamoré de adolescente en una Sinfonía Fantástica en el Teatro Colón de
Buenos Aires bajo la dirección de Berndt Haitink. Me enamoré por su calidez. A
las únicas otras dos que alcanzan su nivel, la Filarmónica de Berlín y la de
Viena tiendo a admirarlas por ser brillantes, pero nunca llegaron a seducirme como
cálidas. Por lo demás, he asistido a versiones en vivo inesperadamente
rutinarias con estas dos (por ejemplo, un Don
Giovanni con Böhm y una Séptima de Beethoven con Karajan) pero nunca
me ha ocurrido algo similar con la orquesta holandesa.
Mi
reciente visita a la legendaria sala de Amsterdam reafirmó mi atracción
personal hacia los dueños de casa. ¡Qué atractiva es su arquitectura y qué acústica tan redonda y a la vez diáfana, tan distinta de las lacerantes de la Philarmonie de Paris o la Elbphilarmonie de Hamburgo! ¡Y qué idiosincrática
esa audiencia, que en lugar de adorar a
sus artistas con una excitación vociferante, los disfruta con una concentración
hoy cada vez más rara y un entusiasmo distendido y sobrio!
También
sobria fue la interpretación que Iván Fischer desarrolló en la
Suite de Danzas de Bartók que abrió el programa. Aquí la atracción principal
fueron los intervalos marcados por fagots nunca exagerados en el Moderato
inicial y la incisividad tajante pero nunca agresiva de los trombones y las
trompetas del Allegro molto. ¡Qué diferente
de Solti es el también húngaro Fischer! En el Allegro vivace los holandeses desplegaron precisas intervenciones
de celesta y glissandi de arpa en
balanceado contrapunto con una flauta de expresividad palpitante y contenida.
Gracias a la moderación general de los dos primeros números, el molto tranquilo y el comodo no sólo lucieron una asertividad
rítmica verdaderamente “de danza”, sino que impulsaron un Allegro final cargado de una energía no bombástica o populachera
sino esencialmente sinfónica, bien
contenida en sus dinámicas.
En
el Primer concierto para violín de Bartók, el virtuosísimo Barnabás Kelemen
evitó protagonismos de lucimiento personal para integrarse como un violinista más
a una orquesta que, después de despertarse con el solo inicial, siguió los interrogantes
del solista con un lirismo afirmativo y cauteloso en un andante sostenuto
de recóndita intimidad y ternura. El allegro
giocoso fue despachado más bien rápido, con una premura solo atenuada por
la sardónica intervención de flauta ya sobre la coda final.
Fischer
instruyó la Quinta de Beethoven con el primer y cuarto movimiento más
bien rápidos y los dos del medio con un detenimiento equivalente a una
exploración de las posibilidades de la orquesta para sostener el pulso
necesario y al mismo tiempo permitir una acabada exposición de detalles
orquestales. Urgentes, sin ritardando
y con una pizca de rubato salieron
las célebres cuatro primeras notas para integrarse sin el menor pathos
al desarrollo de un Allegro con brio
durante el cual reaparecieron como un ostinato
siempre perceptible pero marcado sin grandilocuencias. En el Andante con moto las incomparables
violas de la Concertgebow lograron diferenciarse de los chelos en la exposición
de la melodía inicial y contrastar con los contrabajos con una claridad
antológica. Similarmente nítidas salieron las armonías de clarinetes, violines
y fagotes en medio de los arpegios de viola y contrabajos. El fortissimo asertivo y desencadenante de
un tiempo de marcha más bien rápido, fue seguido de crescendi pausados y
una coda marcada con implacable énfasis.
Del
tercer movimiento lo que más me impresionó fue una exposición llena de
interrogantes y premonición dosificados a través de las pausas, los rubati de las cuerdas y el color de las trompas. Siguió un incomparable gesto de teatralidad solo posible en esta sala
histórica. Los directores de orquesta y los solistas llegan a la tarima
orquestal a través de dos elegantes escaleras alfombradas ubicadas a los
costados y al fondo que irrumpen entre las filas de instrumentos todos visibles
gracias a la gradación del nivel general. Pero ¿dónde estaban los trombones?
Tuve que combinar esta curiosidad con mi atención al desarrollo de la sinfonía
hasta que, en la transición del tercer al cuarto movimiento, los tres trombones
se presentaron a la puerta de una de las escaleras para bajar como ángeles,
silenciosos sus pasos y sobria su actitud de contraste entre su vestimenta
negra y el dorado pulido de sus instrumentos. Y lo hicieron con una
sincronización con la partitura que les permitió llegar a sus atriles justo
antes de comenzar su fanfarria.
Un
espectador me comentó haber asistido a un ensayo previo durante el cual Fischer
explicó que sólo en esta sala podía permitirse el lujo de aludir con una gran
entrada como esta, al origen de la aparición de los trombones en el género
profano de la sinfonía. ¿Será cierto? No sé. Dejemos que Carreira, que tanto
sabe de Beethoven, nos esclarezca este dato.
Lo que
sé es que este fue un momento inolvidable en su síntesis visual y sonora de uno
de los más sublimes momentos beethovenianos. De allí en adelante la orquesta
siguió con soltura hasta una coda final de gloriosa tensión, seguridad de
ataque y variación cromática.
Los aplausos fueron entusiastas, pero no duraron más de lo necesario. Luego de una segunda tanda de ellos, Fischer desapareció, remontó una de las escaleras y los instrumentistas de saludaron jovialmente. De la misma manera se retiró de la sala un público tan cálido y sensible como su orquesta.
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