Países Bajos

Disfrute y concentración

Agustín Blanco Bazán
jueves, 22 de septiembre de 2022
Ivan Fischer © 2019 by Marco Borggreve Ivan Fischer © 2019 by Marco Borggreve
Amsterdam, jueves, 15 de septiembre de 2022. Concertgebow. Bela Bartók: Suite de Danzas Sz.77 y Concierto para violín nro. 1, Sz 36 (solista: Barnabás Kelemen). Ludwig van Beethoven: Sinfonía nro 5 en do menor, op. 57. Orquesta del Concertgebow de Ámsterdam bajo la dirección de Iván Fischer
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De la orquesta del Concertgebow me enamoré de adolescente en una Sinfonía Fantástica en el Teatro Colón de Buenos Aires bajo la dirección de Berndt Haitink. Me enamoré por su calidez. A las únicas otras dos que alcanzan su nivel, la Filarmónica de Berlín y la de Viena tiendo a admirarlas por ser brillantes, pero nunca llegaron a seducirme como cálidas. Por lo demás, he asistido a versiones en vivo inesperadamente rutinarias con estas dos (por ejemplo, un Don Giovanni con Böhm y una Séptima de Beethoven con Karajan) pero nunca me ha ocurrido algo similar con la orquesta holandesa.

Mi reciente visita a la legendaria sala de Amsterdam reafirmó mi atracción personal hacia los dueños de casa. ¡Qué atractiva es su arquitectura y qué acústica tan redonda y a la vez diáfana, tan distinta de las lacerantes de la Philarmonie de Paris o la Elbphilarmonie de Hamburgo! ¡Y qué idiosincrática esa audiencia, que en lugar de adorar a sus artistas con una excitación vociferante, los disfruta con una concentración hoy cada vez más rara y un entusiasmo distendido y sobrio!

También sobria fue la interpretación que Iván Fischer desarrolló en la Suite de Danzas de Bartók que abrió el programa. Aquí la atracción principal fueron los intervalos marcados por fagots nunca exagerados en el Moderato inicial y la incisividad tajante pero nunca agresiva de los trombones y las trompetas del Allegro molto. ¡Qué diferente de Solti es el también húngaro Fischer! En el Allegro vivace los holandeses desplegaron precisas intervenciones de celesta y glissandi de arpa en balanceado contrapunto con una flauta de expresividad palpitante y contenida. Gracias a la moderación general de los dos primeros números, el molto tranquilo y el comodo no sólo lucieron una asertividad rítmica verdaderamente “de danza”, sino que impulsaron un Allegro final cargado de una energía no bombástica o populachera sino esencialmente sinfónica, bien contenida en sus dinámicas.

En el Primer concierto para violín de Bartók, el virtuosísimo Barnabás Kelemen evitó protagonismos de lucimiento personal para integrarse como un violinista más a una orquesta que, después de despertarse con el solo inicial, siguió los interrogantes del solista con un lirismo afirmativo y cauteloso en un andante sostenuto de recóndita intimidad y ternura. El allegro giocoso fue despachado más bien rápido, con una premura solo atenuada por la sardónica intervención de flauta ya sobre la coda final.

Fischer instruyó la Quinta de Beethoven con el primer y cuarto movimiento más bien rápidos y los dos del medio con un detenimiento equivalente a una exploración de las posibilidades de la orquesta para sostener el pulso necesario y al mismo tiempo permitir una acabada exposición de detalles orquestales. Urgentes, sin ritardando y con una pizca de rubato salieron las célebres cuatro primeras notas para integrarse sin el menor pathos al desarrollo de un Allegro con brio durante el cual reaparecieron como un ostinato siempre perceptible pero marcado sin grandilocuencias. En el Andante con moto las incomparables violas de la Concertgebow lograron diferenciarse de los chelos en la exposición de la melodía inicial y contrastar con los contrabajos con una claridad antológica. Similarmente nítidas salieron las armonías de clarinetes, violines y fagotes en medio de los arpegios de viola y contrabajos. El fortissimo asertivo y desencadenante de un tiempo de marcha más bien rápido, fue seguido de crescendi pausados y una coda marcada con implacable énfasis.

Del tercer movimiento lo que más me impresionó fue una exposición llena de interrogantes y premonición dosificados a través de las pausas, los rubati de las cuerdas y el color de las trompas. Siguió un incomparable gesto de teatralidad solo posible en esta sala histórica. Los directores de orquesta y los solistas llegan a la tarima orquestal a través de dos elegantes escaleras alfombradas ubicadas a los costados y al fondo que irrumpen entre las filas de instrumentos todos visibles gracias a la gradación del nivel general. Pero ¿dónde estaban los trombones? Tuve que combinar esta curiosidad con mi atención al desarrollo de la sinfonía hasta que, en la transición del tercer al cuarto movimiento, los tres trombones se presentaron a la puerta de una de las escaleras para bajar como ángeles, silenciosos sus pasos y sobria su actitud de contraste entre su vestimenta negra y el dorado pulido de sus instrumentos. Y lo hicieron con una sincronización con la partitura que les permitió llegar a sus atriles justo antes de comenzar su fanfarria.

Un espectador me comentó haber asistido a un ensayo previo durante el cual Fischer explicó que sólo en esta sala podía permitirse el lujo de aludir con una gran entrada como esta, al origen de la aparición de los trombones en el género profano de la sinfonía. ¿Será cierto? No sé. Dejemos que Carreira, que tanto sabe de Beethoven, nos esclarezca este dato.

Lo que sé es que este fue un momento inolvidable en su síntesis visual y sonora de uno de los más sublimes momentos beethovenianos. De allí en adelante la orquesta siguió con soltura hasta una coda final de gloriosa tensión, seguridad de ataque y variación cromática.

Los aplausos fueron entusiastas, pero no duraron más de lo necesario. Luego de una segunda tanda de ellos, Fischer desapareció, remontó una de las escaleras y los instrumentistas de saludaron jovialmente. De la misma manera se retiró de la sala un público tan cálido y sensible como su orquesta. 

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