Alemania
‘Divo Vergilio’ (Al divino Virgilio)
Jorge Binaghi

La
dedicatoria, que Berlioz nunca quiso cambiar por otra que le hubiera tal vez
permitido estrenar su obra de mayor aliento, indica claramente por qué eligió,
con libertad, los libros II y IV de La
Eneida, junto con Shakespeare y Goethe, sus autores preferidos y a los que
dedicó más de un desvelo.
Un
teatro que decide arriesgar y poner en su repertorio esta algo más que gran
ópera cumple con su función y hay que felicitarlo (¿y por casa cómo andamos?). Los
resultados pueden ser o no superiores (lo más frecuente es que haya
desigualdades porque no es posible que todo funcione al gran nivel que se
necesitaría), pero lo importante es el hecho en sí. En esta ocasión el conjunto
ha sido de notable y si no llegó a más fue por un ‘detalle’.
En el aspecto visual la nueva producción, confiada a Johannes Erath, era buena en la primera parte (aun con algún aspecto poco feliz, como la bañera en la que nos tropezamos con Casandra o los dioses que molestan sin añadir nada), la que narra la caída de Troya, con una plataforma giratoria para los personajes con la orquesta en el medio del círculo, una enorme cabeza de estatua de guerrero al fondo, buena iluminación, correctas presentaciones de los personajes, y en general buenas ideas para el personaje de la profetisa a la que nadie cree ni escucha.
Por desgracia el ‘detalle’ poco feliz se apoderaba de casi toda la
segunda parte (Cartago) aunque aquí también la iluminación de Andreas Grüter, y
la escenografía y vestuario de Heike Scheele eran, por lo general, afortunados.
Pero en este acto la presencia de los dioses era decididamente extraña y errónea,
aparte de aburrida, y la ‘coreografía’ de los ballets -no había un cuerpo de
baile- desafortunada. Dido era presentada al principio como una reina no se
sabe bien si cansada o idiota y a tal punto borracha que su hermana Ana tiene
que darle una bofetada, y aunque no tuviera ninguna gracia, uno pensaba más
bien en La Périchole (obra magnífica
en sí misma, pero no sé si Offenbach y Berlioz presentan mundos muy cercanos
aunque sean primos hermanos). Eneas se presenta en la corte desde el primer
minuto y desata un amor súbito y poco disimulado (y correspondido por él, no se
sabe si por cálculo) en la reina, con lo que Berlioz (y Virgilio) resultan
desmentidos y deliberadamente mal entendidos. Mejor resultó por suerte el acto
final aunque otra vez fastidió lo suyo la pesada de la bañera, esta vez para la
muerte de Dido.
Pero por
suerte el aspecto musical compensaba, y cómo, empezando por la formidable
dirección de François Xavier Roth, quien con una formación muy empeñada y
empeñosa (la Gürzenich Orchestra de Colonia) daba una lección sencillamente
magistral de cómo tiene que sonar esta maravillosa pero compleja partitura. He
tenido ocasión de escucharla en vivo por grandes directores (Sebastian,
Gardiner, Pappano), y esta lectura no les cede en nada aunque tenga su propia
marca. En ningún instante se advirtió el menor cansancio ni entre el público
(lamentablemente no en la cantidad que la ocasión merecía, aunque se sepa qué
sucede con Berlioz y especialmente esta obra no sólo en Alemania. Parece que se
pueden hacer Tetralogías wagnerianas a diestro y siniestro de modo más que
discutible y la gente acude…) ni entre los artistas. Y no estoy pensando sólo
en los grandes momentos ‘sinfónicos’ como la cacería real o los ballets, sino
en la riqueza de infinitos matices entre lo lírico y lo trágico, lo personal y
lo colectivo (para entendernos, igual de convincentes el gran dúo de amor, la
desesperación de Casandra y Dido, los grandes coros, las batallas aludidas o la
intervención -concreta y concisa- de Mercurio). La escena final asumió
proporciones gigantescas.
Entre los intérpretes hay que mencionar en primer lugar a dos italianos que dominaron la lengua, la técnica y el estilo francés. Veronica Simeoni era una reina que, incluso contra la producción (a la que se adecuaba extraordinariamente, en particular cuando le tocaba mostrarse como una especie de Cleopatra versión Liz Taylor), se movía como lo que era, tenía una voz bella, sana, de extensión adecuada, un fraseo superlativo, en suma figura e interpretación escénica y vocal verdaderamente reales (el adiós a Cartago y la escena de la muerta eran -como debe ser- la culminación de una gran velada). Desde los tiempos de la inolvidable Crespin (y lamentando que nunca le haya sido dada la oportunidad a la Antonacci), nadie me ha impactado tanto, y le deseo que pueda un día cantar también la parte de la profetisa troyana.
Enea Scala hizo honor a su nombre, con una óptima figura y un canto notable
de agudos firmes (también su personaje me resultó demasiado ‘atrevido’ y
superficial en la segunda parte hasta su gran escena, pero no se le puede
imputar responsabilidad). Es cierto que el timbre no es bonito ni
particularmente personal, pero en esta parte (como en obras de Rossini) es
idóneo. Y tuvo el
mérito de cantar una parte tan difícil sin que desfallecieran ni su energía ni
su entusiasmo.
Isabelle
Druet, a quien recuerdo desde su intervención en el concurso Reine Elisabeth de
Bruselas, tiene sin duda una voz demasiado clara para Casandra y seguramente el
personaje la lleva más de una vez al límite de su registro agudo, pero fue
siempre musical y notable intérprete (por lo menos no le tocó luchar contra la
dirección de escena) y obtuvo un merecido éxito.
Hay que
mencionar al notable Corebo (parte no extensa, pero sí difícil) de Imsik Choi y
al Narbal de Nicolas Cavallier (que logró hacerse notar en su aria pese a la
forma en que estaba -o no estaba- vestido).
Eficaces, pero menos interesantes, los dos tenores: Dmitry Ivanchey (un Iopas que no se sabía muy bien qué hacía en su perfecto smoking) y, como un Hylas rockero de suburbio, Young Woo Kim. También bien la mezzosoprano Adriana Bastidas-Gamboa (una Anna más decidida y avispada que lo que se suele ver). Correctos los demás y fantástica la labor del coro del Teatro (reforzado por miembros adicionales), que tiene también un verdadero desafío en esta obra, preparado por Rustam Samedov.
Muchos e intensos aplausos, en particular al finalizar la velada (sin
que prácticamente se notaran abandonos). Es de esperar que una vez terminen los
trabajos -casi eternos, para variar- en la sede del Teatro en la parte
histórica de la ciudad se pueda retomar allí esta perla de la historia de la
ópera que hoy se presenta en la sala grande (sala 1) de la Staatenhaus del otro lado
del Rhin.
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