España - Madrid
El aticismo de Renaud Capuçon
Pelayo Jardón
Habría sido un crimen de lesa música dejar de escuchar -pudiendo
hacerlo- a Renaud Capuçon en su versión de las tres Sonatas para violín de
Brahms. Frente a aquellos conciertos perfectamente prescindibles, hay otros -por
lo común rara vez a nuestro alcance- que dejan un poso indeleble en la memoria.
Prodigiosamente prolífico, sorprendentemente versátil, Renaud
Capuçon es una de las luminarias del panorama internacional, un intérprete en
la cúspide de su carrera. Tan impecablemente se mide con Bartók como con Vivaldi.
Cabría, empero, afirmar que, si en un ámbito resulta imbatible es en el
romanticismo francés, y especialmente en lo que atañe a autores como Saint-Saëns
o Franck. ¿No es cierto acaso que tanto uno como otro están emparentados
colateralmente con Brahms, pues los tres son, con diversos matices, herederos de
Schumann?
En efecto, Capuçon se encuentra en Brahms en su elemento: unicidad
tímbrica, lirismo pleno, un virtuosismo lato
sensu, no tanto en un sentido histriónico o vacuamente narcisista -del que
es la antítesis-, como en su capacidad de delinear las formas, de graduar los
matices, de sostener y conducir la tensión, de transmitir el contenido de la
obra con lucidez y claridad. Su Brahms es siempre sobrio, aún en la vehemencia;
sin almíbar, casi desnudo. En este sentido, más que un virtuoso, Capuçon es un
esteta, el más esteta de los virtuosos. Cabría objetar, si no frialdad o
hieratismo, sí cierta impresión de desdoblamiento interior, de un
distanciamiento emocional e intelectual con respecto a la obra, el cual quizá
sea precisamente la llave que posibilita esa versatilidad a la que hacíamos
referencia.
Por desgracia, no se pudo contar con el pianista Nicholas Angelich, prematuramente fallecido, y con quien Capuçon, amén de haber compartido cartel en sus giras, ha grabado no sólo las tres Sonatas de Brahms para el sello Erato, sino también el ecléctico y comercial Un violon à Paris, collage para dummies donde los haya. Le sustituía Guillaume Bellom que, si bien comenzó algo tímido, fue mejorando a medida que avanzaba el recital.
De hecho, en la Primera sonata, el piano dio la impresión de superficialidad, como tocado por encima, aéreo y límpido, sí; pero lejano y sin la corpulencia ni textura brahmsianas. En algunos pasajes sonaba cercano a un Debussy joven, al del Trío que compuso para Madame von Meck. Más que interlocutor del violín, parecía su sombra. En la Segunda sonata -subtitulada por el propio Brahms como Sonata para piano y violín (Berlín, Simrock, 1887) y no viceversa-, sin duda la más lírica y emotiva de las tres, el pianista fue adquiriendo, un mayor protagonismo, una posición menos subyugada como contrapeso efectivo del violín, tendencia que fue felizmente coronada en la Tercera, la que Brahms compuso en 1888 para sus amigos, los Herzogenberg. Para los comentarios del propio Brahms sobre esta Sonata, me remito a sus Cartas, de la editorial NorteSur, comentadas por mí hace tiempo en otra reseña.
Como propina y final de fiesta, Capuçon tocó de forma
maravillosamente desenvuelta la célebre Danza húngara nº 5 de Brahms.
Permítasenos por último introducir una breve reflexión
seguida de una sugerencia. En cuanto a la primera. Hoy en día, vía streaming, los tenemos a todos a nuestro
alcance: a Josef Suk, a Perlman, a Ostostowicz; también a Capuçon. Pero, por
su inmediatez y carácter efímero, por ese fragmento de vida que se despliega y
fugazmente se escapa, hay algo inaprensible en el directo que ninguna
grabación puede perpetuar. Por eso es actualmente -y por mor de esa
accesibilidad a las grabaciones- cuando cabe comprender mejor el valor de ese
momento que no vuelve, pero que deja en la memoria el sedimento del que
hablábamos. Y por eso, de otro lado, da cierta vergüenza ajena que un concierto
de esta categoría no tenga una enorme demanda -me remito a las localidades no
vendidas-, mientras que otros asaz mediocres, como los de cierta excelsa
fundación de cuyo nombre no quiero acordarme, tengan un éxito de venta que no
está a la altura de su calidad. ¿Es que en Madrid no hay suficientes
aficionados al repertorio camerístico tardorromántico? ¿Es que los martes es un
mal día?
Y la sugerencia: ¿Cuándo promocionará Capuçon la
interesantísima y semiabandonada obra de cámara de compositores como Joseph
Jongen?
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