España - Madrid
Los fantasmas de Goya
Germán García Tomás

No existe mejor crónica socio-política de la España finisecular
del XVIII que las pinturas de Francisco de Goya y Lucientes. La radiografía
social que el pintor aragonés es capaz de plasmar y vertebrar a través de sus
creaciones pictóricas, desde los cuadros costumbristas hasta las pinturas
negras, es la mejor y más realista muestra de un testimonio en primera persona
de los hechos históricos y de un conocimiento profundo y exhaustivo de la
sociedad de su tiempo.
Es algo que bien ha sabido el renombrado actor Juan Echanove, que en su acertado debut como director de escena de zarzuela ha querido contar para su puesta en escena de Pan y Toros con el universo pictórico de Goya, y más concretamente con su truculenta y fantasmagórica serie de Los Caprichos, cuyos cuadros aparecen sin cesar sobre el escenario en proyecciones de gran efecto dramático. Tras dos décadas sin programarse en el coliseo que acogió su estreno en 1864, el título lírico, verdadera obra maestra debida al genio literario de José Picón y en música a esa gloria nacional llamada Barbieri, ha vuelto a desplegar sus intrigas políticas y palaciegas en el Teatro de la Zarzuela de la mano de Echanove, quien ha firmado una puesta en escena de una innegable belleza estética, con la virtud de haber comprendido a la perfección los hilos argumentales que rodean una obra compleja por sus múltiples aristas y enrevesada trama, y consiguiendo recrear una auténtica estampa histórica con gran fidelidad a su idiosincrasia dieciochesca.
Lo que primero llama la atención de su visión escénica es la
negrura de la escena introductoria, que recuerda precisamente a esas pinturas
negras, con el coso taurino y semicircular en primer término, y cuyo ambiente
es fiel reflejo de la España supersticiosa y decadente, que llevará a la
espontánea explosión de luz en esas garbosas “Seguidillas manchegas” y el
posterior “Pasacalle de la manolería” con la aparición de los tres toreros, sin
renunciar en ningún caso a ese poso conspirativo y ese componente de thriller y suspense que envuelve a la
acción de la zarzuela en todo momento. El dinamismo de la dirección de actores
hace que la historia adquiera toda su dimensión y comprensibilidad, haciendo
que brille y luzca el primoroso edificio de rimas del arquitecto Picón y dotando
a los personajes de realismo y verosimilitud, lo que acrecienta la magistral
combinación de escenografía y vestuario realizada por Ana Garay.
Al margen de una dirección musical de Guillermo García Calvo atenta y preferente por las voces que sin embargo otorga un escaso énfasis al colorismo orquestal, el solvente trabajo actoral en cuanto a declamación atraviesa en su conjunto a un reparto coral en el que destacan las valiosas aportaciones de las ya veteranas sopranos Milagros Martín como una entrañable Tirana o María Rodríguez en la episódica Duquesa, al lado de ese modélico Corregidor del actor metido a cantante Pedro Mari Sánchez.
De entre los personajes principales
descollan las facultades canoras de las dos féminas, la soprano Yolanda
Auyanet, una altiva y digna Pepita Tudó donde sobresale su belleza tímbrica y
firme registro agudo, y la mezzosoprano Carol García, que no se queda atrás dando
vida a la Princesa de Luzán, una excelente artista que ha vuelto a demostrar su
valía en la zarzuela, por su gran elocuencia en las frases que el texto le
depara, y por su gratificante canto, como la hondura y emoción en su romanza
del escapulario. El exigente dúo del tercer acto entre ambas rivales es uno de
los mayores disfrutes de la obra, junto a los espectaculares concertantes de
una inspiradísima partitura que integra con naturalidad el belcanto y el
españolismo de la escuela bolera.
En los varones, también son de alabar las conocidas cualidades teatrales del barítono Borja Quiza como el Capitán Peñaranda, con una vocalidad menos tendente a lo estentóreo que en otras ocasiones, la desenvoltura cuasi innata del tenor Enrique Viana sobre el escenario y la capacidad de llevar a su terreno un personaje como el del Abate Ciruela, exhibiendo su especial comicidad y su medido punto de histrión, y por último el no menos efectivo Goya de Gerardo Bullón.
La entrega y buen hacer del Coro Titular del Teatro, entreverada con algunos secundarios, como el estupendo trío de matadores, ayudan a redondear una función de altos vuelos líricos con el flamenco y la tauromaquia como fantasmas de la conspiración política de las camarillas del rey. Unos fantasmas en forma de unas castañuelas omnipresentes que el baile de Manuela Barrero ha cristalizado en una metáfora de España con Goya como infatigable buscador de la Verdad.
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