Italia
Cuando Fedora se llama Loris
Jorge Binaghi
No es Fedora ópera
que uno piense llevarse a una isla desierta, pero funciona con dos grandes
protagonistas. Las no muchas veces que la he visto (y que se ha dado en la
Scala, por ejemplo la última, que es la que había yo presenciado) ha sido así y
el éxito de público y crítica ha sido grande.
Se trata de una obra breve (la inspiración de Giordano a
gran escala parece haberse detenido en su Andrea
Chenier), muy cinematográfica en cuanto a recursos musicales como
comentario o ilustración, y a un texto (que, aparte de las carcajadas que pueda
en algunos momentos despertar hoy, es difícil de poner en música porque tiene
un lenguaje muy ‘prosaico’ y más bien de lo que luego fueron las radionovelas).
En su momento fue muy moderna, pero el tiempo no ha sido
piadoso con ella. Puede gustar con la condición antes dicha, una muy buena
dirección orquestal y una puesta en escena ‘tradicional’ porque de otro modo
desaparece el poco perfume que hoy se puede percibir. Y este último fue el gran
error del gran Martone, que rara vez se equivoca -si alguna- en cine o teatro
de prosa, pero esta vez no ha acertado (al parecer se mostró irritado el día de
la primera función cuando fue copiosamente abucheado; como es inteligente, y el
humor del loggione de la Scala es cualquier cosa menos racional pero a veces
tiene su razón de ser, probablemente se trate de un caso en que la música y/o
el texto no lo ‘inspiraron’).
El caso es que el vestuario no es demasiado maravilloso,
en particular el de la protagonista, que más que una gran duquesa un tanto
madura, influyente, apasionada y maternal a partes iguales, parece en el mejor
de los casos la protagonista de Pretty
Woman y no en sus mejores momentos. Pensar que el de Olga la supera y es
mucho más afín al personaje, y muy sexy, es ya decir algo.
La escenografía fría, moderna, donde hay un aparato de
televisión por todo adorno de una habitación de soltero en la que se nos dice
que hay muchas flores y objetos deliciosos -al parecer los han embargado- tiene
aún menos que ver y cuando aparecen citados personajes de Magritte para
ilustrar el racconto de Loris en el segundo acto (no es tan largo como para que
necesitemos que nos lo cuenten dos veces, ni es tan feo como para que
necesitemos distracción) la perplejidad le gana por poco a la carcajada. Las
montañas pintadas del último acto son casi lo mejor, pero resultan demasiado
zafias.
¿Y la dirección de actores? Los muchos secundarios se
mueven muy bien, Olga es un prodigio, De Siriex no se sabe qué ni por qué lo
hace (y no todo es culpa del intérprete), la protagonista -era su debut en una
parte que repetirá dentro de poco en el Met- va sacudiendo su enorme cruz desde
el inicio (aparece proyectada al final con un sacerdote ortodoxo que vaya a
saber por qué pasaba por allí), y oscila entre la represión sexual y poses de
‘sirena da forca’ con una mezcla entre las de la época del estreno y las de hoy
que terminan por hacer que no la tomemos en serio ni un minuto (si se pone a
mirar las cartas de la partida de póker que estaban jugando mientras espera
saber si su amante está muerto con cara más bien aburrida…).
¿Y Loris, su contrincante/amante? Bien, gracias. Es un
tenor bastante apuesto que circula por el escenario. Es también el único que
canta a lo grande, que sabe frasear, que tiene dicción nítida y que parece
creer -a su modo, de tenor justamente- en el personaje que interpreta. Alagna
está aún en muy buena forma y el papel le va. De los dos momentos en que no
debería cantar forte, uno en el último acto le sale bien y otro en el segundo
lo disimula. Por otra parte, nos recuerda que estos personajes solían sollozar
y él lo hace bien, en la gran tradición pero adaptándola al gusto -o disgusto-
de hoy. Y sabe lo que es el canto de conversación.
Si invertimos los términos tenemos lo que hizo Yoncheva
en Fedora. Ciertamente el personaje es vocalmente menos comprometido que su
terrible Norma del Liceu, pero aquí el grave suena peor, más exagerado, casi
deforme y conspira contra la comprensión de lo que dice (las ‘a’ y ‘e’ sobre
todo si es en final de frase son una verdadera pesadilla). El agudo es mejor,
aunque siempre metálico y un tanto destimbrado (en las dos primeras funciones
recibió alguna muestra de desaprobación, no en esta, donde fue casi tan
aplaudida como su compañero).
Petean parecía -con razón- no estar muy interesado en lo
que cantaba y en el primer acto y en su aria imposible del segundo o no se
preocupó de la emisión o algo pasaba porque se lo oyó poco, y lo único que
hasta ahora seguro -desde mi punto de vista- poseía con creces era volumen.
Desde todo punto de vista la segunda mejor intérprete en
un rol de cierta importancia fue la frívola Olga de Gamberoni, muy bien
interpretada desde todos los aspectos y con un sex appeal que no le conocía (y
pensar que llegó casi por casualidad al espectáculo porque no era en ella en
quien se había pensado en un principio).
Los secundarios estuvieron todos más o menos discretos y habrá que señalar, por encima de ese nivel, el Cirillo de Pellegrini, el Dimitri en travesti de Caterina Piva y el siempre eficaz Carlo Bosi en el barón Rouvel, una parte indigna de un característico de sus quilates. Por debajo del mencionado nivel sólo el Gretch de Romano Dal Zovo y el terrible ‘pequeño parstorcito de Savoya’ de Cecilia Menegatti, que parecía casi una segunda Fedora).
El coro hizo bien lo que tenía que hacer, siempre bien preparado por Malazzi y la orquesta sonó estupendamente bajo la batuta de Armiliato, que no será un Gavazzeni, pero acompaña bien, con tiempos a veces dilatados (‘Amor ti vieta’ pareció ser un aria de dimensiones medianas en vez de lo corta que es) y gusta a cantantes, orquesta y público (que aplaudió mucho al final de los actos y luego de la mencionada aria de Loris, y llenaba la sala, aunque escuché hablar casi más francés que italiano).
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