Ópera y Teatro musical
Si Grimes fuera baritono
Enrique Sacau
El pueblo marinero en el que se desarrolla la acción de Peter Grimes, la ópera más representada de Benjamin Britten, está infectado por el virus del chisme. Hay también una señora que parece un pilar de la comunidad que es adicta al láudano. Los hombres van al burdel. Al mismo tiempo el coro, que representa al pueblo, hace referencia a la importancia y el orgullo que siente por mantener los estándares (morales, se entiende) de la sociedad.
En este contexto se desarrolla la historia del protagonista, el marinero Peter. La ópera empieza y termina con la muerte de dos de sus aprendices de pescador: el primero muere de sed en alta mar y el segundo se cae al acantilado intentando embarcar para salir a pescar. Grimes, sabedor de la muerte social que este segundo accidente le garantiza en un pueblo que sospecha ya de sus formas a raíz de la muerte del primer aprendiz, decide matarse.
Grimes está cantado por un tenor y los tenores son casi siempre los héroes. Así funciona la convención operística que los compositores utilizan para presentar un personaje de un modo u otro. Cuando los tenores tienen una soprano virtuosa de su parte, como es el caso de Peter Grimes, se impregnan ellos también de esa virtud.
Sale así uno de Grimes, como me sucedió el sábado pasado, hundido: el libreto y la música te llevan a detestar al pueblo cotilla e hipócrita. Cómo se alegran los desgraciados cuando confirman sus sospechas en el inquietante número “Grimes is at his exercise”. Es imposible no odiarlos. Mientras, la convención operística continúa trabajando de forma subliminal: la cuerda vocal de Grimes y la compasión que por él siente la soprano Ellen Orford, una metáfora del Mesías salvador, hacen que su suicidio parezca casi heroico: el último acto de un hombre que, sabedor del trato “injusto” que va a recibir, decide sacarse del medio. Pero, ¿y si Grimes fuera un barítono?.
Si Grimes fuera un barítono sería una ópera bien distinta. Yo creo que saldríamos del teatro pensando en su negligencia criminal y en el hecho, explícito en el libreto, de que maltrata físicamente a sus aprendices, niños sin voz (no cantan nada) ni casi nombre en el libreto (solo sabemos que el segundo aprendiz se llama John porque Ellen lo menciona una vez, pero nadie se dirige a él por su nombre). Al elegir la cuerda de tenor, Britten quiso ofrecer a Grimes un camino a la redención. Si hubiese elegido un barítono habría quizás presentado al pueblo de una manera menos negativa para poder así juzgar de forma más severa al pescador. Los barítonos son a menudo los “malos”.
Estas decisiones musicales y de género no son casualidades. La virtud implícita del tenor es una parte del género operístico. A los tenores se les perdona casi todo. Nuestras normas morales habituales, que no condonan el maltrato infantil, se quedan en la puerta del teatro y, sentados a oscuras en la butaca, se derriten ante la tradición y la convención musicales. Dejamos, así, que la ópera blanquee lo que fuera del teatro consideraríamos intolerable.
Grimes es un excelente ejemplo: quién soy yo, mero espectador, para juzgar a este maltratador de niños si (Santa) Ellen Orford con su voz angelical es amiga suya. Cómo puedo atreverme a condenar a un hombre que vive en una comunidad obtusa, puritana y opresora. La música y el libreto me conminan a simpatizar con Grimes y a olvidar así a sus víctimas sin voz ni nombre.
Los ejemplos abundan en el repertorio. Ni el comportamiento de los filisteos ni la seducción y traición de la mezzosoprano Dalila deben hacernos olvidar que el tenor Sansón es un terrorista suicida que mata niños cuando derrumba el templo en nombre de Dios. Ni las lágrimas del tenor don José en su declaración de amor por Carmen al final de la ópera, ni el hecho de que la protagonista sea una mujer promiscua, deben tampoco exonerar al feminicida ni hacer romántico su asesinato.
Yago no mata a Desdémona, la mata el tenor Otelo. Yago lo engaña pero es el tenor quien estrangula a su esposa. Otelo podría perfectamente no haberlo hecho. En su escena final también nos inspira compasión y desvía la atención de su culpa indeleble. El juez en el tribunal condenaría más severamente a Otelo que a Yago, pero Verdi y la convención nos hacen cómplices del crimen. El tenor Canio, ciego de amor, parece abocado a matar a la infiel Nedda, una muerte que se nos presenta como inevitable: al fin y al cabo ella le pone los cuernos a pesar de que él la rescató de la pobreza.
A los tenores, incluso cuando se comportan así, les confieren el género, el compositor con la música y el libretista con el texto, el carné de víctimas. Se nos invita a caminar en sus zapatos, a entender sus frustraciones y a condonar, de algún modo, sus comportamientos. Es el peligro de la ópera: entra uno en el teatro con sus principios morales y junto con el pacto del espectador firma uno cualquier barbaridad.
Es el peligro de la música.
Comentarios