Reino Unido
¡Nace una estrella!
Agustín Blanco Bazán

Malakai Bayoh es un niño
negro de doce años que ya ha aparecido en pequeños roles en producciones de La zorrita astuta, Macbeth, La flauta
mágica, la Bohème y Carmen. Su voz es la típicamente insegura de alguien ya
a punto de quebrarla, pero mientras tanto es posible apreciar un talento
actoral espontáneo y concentrado, realzado por unos ojazos que cautivan a
todos. Menos al espectador que le gritó “Rubbish” (más que: “basura” algo así
como “¡una mierda!”) desde las localidades altas del Covent Garden durante la
primera noche de esta nueva producción de Alcina.
Tal vez algo no extraño en un país cuyo gobierno está hoy tan empeñado en
discriminar a inmigrantes, refugiados y etnias diversas.
Esta producción de Alcina, una de las más sutiles de Richard Jones que recuerdo haber visto, sugiere una lucha entre puritanos al estilo de los Amish y la hechicera que ha irrumpido en su comunidad para transformarla en una isla de placeres donde subyuga amantes que después convierte en animales.
A Malakai le tocó hacer de Oberto, el niño que busca desesperadamente a su papá exhibiendo un poster con su foto y la inscripción de “Desaparecido.” Cuando Oberto irrumpe como podría hacerlo uno de esos pequeños refugiados que tan mal trata el gobierno inglés, toda artificialidad teatral se derrite frente a este pedazo de vida real de un niño buscando a su padre. Que su línea de canto fuera tan insegura agregó un realismo incomparable y el público recibió su arioso del primer acto con un aplauso cerrado. El insulto que cayó sobre el niño en el segundo no había acabado aún de pronunciarse cuando, para taparlo, el resto de la sala estalló en un huracán de bravos y aplausos que progresaron a una gritería futbolera; fue un furioso clamor de apoyo al artista y repudio al perpetrador, que, anunció la Royal Opera en un comunicado al día siguiente, no volvería a pisar el teatro por el resto de su vida.
Algo imposible, salvo que de ahora en adelante se imponga un sistema de vigilancia e identificación antiterrorista con reconocimiento facial similar al de los aeropuertos. Pero no importa: el incidente transformó a Malakai en un consagrado, y ningún diario dejó de publicar esa foto donde luce toda la luminosidad de una niñez aún impoluta de cualquier amaneramiento teatral. Es así que nació una nueva estrella, interpretando la precariedad y el desamparo de un personaje desamparado vocal y teatralmente. ¡Qué misteriosos caminos usa a veces el teatro para sorprender con una verdad! “¡Cuánto peor cante, mejor!” pareció insistir el público frente a un energúmeno empeñado en asociar purismo canoro con racismo local.
Mientras el pequeño Oberto insistía en interrumpir nuestra apreciativa adultez haendeliana con la foto de su papá, Jones desarrollaba su parábola sobre cultores del sexo versus pacatos religiosos con perceptiva dramaturgia. La obertura nos muestra a todos los personajes como Amish o puritanos de la época de Oliver Cromwell estudiando sus libretos religiosos en el momento en que irrumpe una atractiva Alcina en combinación negra, que les echa unos polvitos de oro mágico y … ¡abracadabra! todo se transforma en un lugar de gozoso cachondeo. El dormitorio de la maga está dominado por un enorme camastro cubierto de satén y, de vez en cuando irrumpen decorados de arboles de precioso verde esmeralda.
Y siempre, durante toda la obra, vemos pulular como en el famoso ballet de Beatrix Potter tan familiar en Inglaterra y el Covent Garden, a los amantes bestializados por Alcina, con cuerpo humano pero escondidos detrás de graciosas cabezotas de liebre, un perro San Bernardo, y muchos otros animales, entre ellos el león que en una escena de irresistible comicidad trata en vano de explicar a un asustado Oberto que él es su papá.
Poco a poco el empeño de Bradamante, y de su mentor, el obtuso zelote Atlante consiguen restaurar un mundo de valores decididamente más aburrido que la instintiva animalidad esparcida por Alcina con la ayuda de una singular varita mágica: un enorme perfumero spray que la maga utiliza para rociar a sus víctimas.
A lo largo de tres horas la agilidad de la producción se confrontó con la pesadez de la dirección orquestal y la falta de esa articulación crispada y brillante con que los instrumentos de período saben vitalizar este tipo de partituras. No así la orquesta estable del Covent Garden que sonó con una densidad de texturas más apta para Brahms o Wagner, con tiempos que Christian Curnyn instruyó con fastidiosa parsimonia.
Y también los cantantes, aún cuando en general de excelente timbre y capacidad de proyección, parecieron fuera de lugar en materia del estilo a que nos hemos acostumbrado en las últimas décadas. Lisette Oropessa fue una Alcina deslumbrante vocalmente pero su articulación en la coloratura, las acciacaturas y las cadenzas careció de la intensidad impuesta en este papel por, por ejemplo, Joyce DiDonato. Similares reservas caben en relación a un Ruggiero que Emily D’Angelo interpretó con color brillante y seguro apoyo, pero sin el énfasis articulatorio de Berganza o Bartoli.
Mary Bevan cantó Morgana con una voz ahora dilatada y algo estridente pero como artista fue la mejor de todas gracias a la convicción de sus teleles cómico-dramáticos, aquí realzados por su participación como solista en una irresistible rutina de danza y canto protagonizada con los amantes animales de Alcina. Más taxativa vocalmente hablando me pareció Varduhi Abrahamyan (Bradamante) que también exhibió un timbre a la vez cálido y luminoso. Y también excelente, a despecho de su pesado acento anglo, estuvo Rupert Charlesworth como Oronte.
El público acentuó la pesadez de la dirección orquestal aplaudiendo ritualmente cada número musical y se deschavó en bravos cuando apareció la estrella que había decidido sobreproteger y consagrar en respuesta a la protesta de un neurótico aparentemente condenado a un perpetuo ostracismo londinense.
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