España - Valencia
El punto G
Rafael Díaz Gómez

De quienes
ejercemos el pasatiempo de la crítica de espectáculos imagino que se espera,
con mayor o menor ilusión, que hagamos el esfuerzo de entender intelectualmente
lo que criticamos para a continuación verter de forma racional una opinión. Sin
embargo, por parte de quienes han tenido la responsabilidad más alta de llevar
a cabo esta versión de El cantor de México, que a lo tonto ya lleva 16
años por los escenarios, han sido frecuentes las exhortaciones a que se acuda
al teatro sin otra aspiración que la dejarse llevar y disfrutar. También es
verdad que no se ha hecho una llamada especial a la crítica en ese sentido. No
obstante, el desafío queda lanzado y, con la pelota en su tejado, se pregunta
uno, en caso de crítico y de resistirse al embrujo, si no será un rancio intelectualoide
impedido para el goce de lo que se supone liviano y popular, precisamente por
liviano y popular. Y, sí, tal es lo que, en líneas generales, me ocurrió a mí.
Se nos ha querido
transmitir que esta versión es un festivo ejercicio casi improvisatorio que
rechaza cualquier tipo de homenaje. Sin embargo, me da la impresión de que
constituye una elaborada y muy pensada ofrenda de Emilio Sagi no solo a un
cierto tipo de teatro, sino también a sí mismo (y no digo que no se lo merezcan
ambos). Luis Mariano era único (Carmen Sevilla dixit) y alrededor de su
figura giraba El cantor de México. No sé si teniendo esto en cuenta, y
seguro que sin pretender desmerecer a los tenores que puedan volver a encarnar
a Vicente Etxebar, Sagi interviene en el libreto sustituyendo la endeble
ligazón argumental original por otra a la postre no menos feble. Ésta no
menoscaba el papel del tenor, pero le permite al regista acercarse a la
obra desde lo cinematográfico: la acción recoge los acontecimientos que se
desarrollan durante la realización de una versión en película de la opereta (y
ya sabemos que esto ocurrió en realidad con un film de Richard Pottier
estrenado en 1956).
Y Sagi en esta
situación se brinda a sí mismo, refrendado por la magnífica escenografía de Daniel Bianco, la precisa
iluminación de Eduardo Bravo, el rico vestuario de Renata Schussheim y la
jocosa coreografía de Nuria Castejón, unos cuadros
(muchos, cual es característico de estos géneros de máxima hibridación:
opereta, revista, musical) en los que brillan, espléndidos, todos sus sellos,
las marcas de fábrica de una extensa y exitosa carrera. Hay en ellos poesía,
ligereza y a la vez densidad, color desbordando vitalidad, sentimiento y, no
podía ser menos, locura. Así, el aspecto visual, fantástico pero apoyado en
numerosos referentes realistas (cultos y populares), resulta un continuo
agasajo. Es lo que toca: la visualidad gana por goleada al argumento.
Contenidamente sentimental o en un desbordamiento de chifladura, Sagi se acerca
con indudable joie de vivre a un teatro de excesos.
Lo que no me queda claro es que su adaptación actualice la obra a públicos modernos. Hay en ella una manifiesta lectura gay que si no se entiende como una reencarnación histórica de la vía de escape que el mundo del espectáculo, sección exuberancia activa, abría a la homosexualidad en las décadas centrales del siglo pasado (y más allá), corre el riesgo de ser asimilada únicamente en los mismos términos en los que con alta probabilidad se hacía entonces: vistosas y alocadas cosas de... locas.
Sea como fuere, sin olvidar que desde 2006,
fecha en la que Sagi concibió su glosa, no se ha dejado de avanzar en lo
que a conquistas LGTBI se refiere (siempre de manera insuficiente y siempre con
el peligro de ceder el terreno ganado) y sin pretender desacreditar el derecho
y el valor liberador de la ostentación de la pluma, me quedaré sin saber
lo que el público atinó a percibir en este sentido. Pero lo que sí pude
comprobar es que, entendiera lo que entendiera, la asistencia a Les Arts (lleno
en la sala en la que fue la última de las funciones de la serie) aplaudió cada
número con fervor, vitoreó, decía "¡qué bonito!" cada dos por tres y,
al final, coreó sin vacilar y con entrega La canción de México a las
órdenes de Óliver Díaz. Vamos, que, a juzgar por la reacción general, éxito sin
paliativos.
Y otra cosa también me quedó clara: que a Sagi no le importó
sacrificar algunos aspectos musicales en favor de su idea. Me refiero, claro
está, al hecho de otorgar el papel de Eva Marshall a Rossy de Palma. Como ya
aconteciera en el Théâtre du Châtelet
en 2006 y en el Teatro de La Zarzuela y en la Ópera de Lausanne en 2017, tanto
en francés como en castellano, la actriz balear protagonizó el rol de la diva
engreída y caprichosa. No sé en los otros lugares, pero en Les Arts cantó menos
que un ninot de falla con anginas. El recurso para compensar la carencia
es, además de insistir en lo ridículo de sus intentos canoros, acentuar una
supuesta vis cómica muy de brocha gorda. Sagi sabrá por qué lo hizo, pero no
acierto a comprender la razón para quitarle la dignidad musical a ese
personaje.
Buena parte del
resto del reparto que actuó en Valencia lo hizo también en Madrid y Lausanne,
así que venían con la lección bien aprendida. El papelón de Vicente Etxebar fue
para José Luis Sola, un tenor
que habla correctamente y que administra con competencia una voz de volumen
restringido. Le costó en ocasiones colocar de primeras en la afinación justa
algunos de los sobreagudos, pero fraseó con elegancia y manejó bien los
reguladores. Su voz al final de la representación no había perdido la frescura
del inicio. Por su parte, Toni Marsol fue un más que resolutivo Bilou, personaje sin
aristas y que tampoco requiere de grandes sutilezas.
Mientras, la Cricri de Sylvia Parejo se expresó con una dulzura en los límites de lo empalagoso,
quizás porque su canto antes de correr se recrea un punto más de lo conveniente
en la cavidad nasal, pero sin duda es una soprano que canta con gusto y que no
desencaja en el repertorio que suele abordar, el del musical. Y ya para acabar
el repaso entre los papeles cantados, Enrique
Baquerizo fue Riccardo
Cartoni notable en lo actoral y para repetir en
septiembre en lo canoro. Del resto del reparto es obligado hablar de Ana Goya,
brillante en un rol de chillona que para mí fue un tormento.
El coro, más
reducido para la ocasión aunque sin perder efectividad, se lo pasó tan en
grande como el público. Y la orquesta, también adaptada, me resultó más
entregada en la parte americana de la obra que en la europea, en contra de lo
que habría apostado inicialmente si a los pronósticos derivados de la costumbre
hubiera atendido. Óliver Díaz, sin gestos exquisitos, llevó la nave con tino,
aunque se habría reducido un mayor control de los volúmenes, sobre todo cuando
Sola había de cantar en las profundidades del escenario.
Pues bien, esta es
la crónica de un triunfo popular escrita por un señor al que la
espectacularidad de la puesta en escena no le llegó a compensar ni de las
carencias del libreto ni de las situaciones de humor infantil ni de la grácil
celebridad de sus temas musicales. ¿Que eso es lo que fue la opereta francesa
de mediado el siglo XX? Pues muy bien. Será cuestión de la falta de costumbre.
O lo mismo es que tengo un punto G que no me encuentro.
Comentarios