España - Madrid
La claridad de la mística
Germán García Tomás

Dos partituras sinfónicas inacabadas de dos compositores
austriacos, la Octava de Schubert y
la Novena de Bruckner, se daban cita
en el primero de los dos conciertos que venía a ofrecer la centenaria Orquesta de la
Academia de Santa Cecilia de Roma bajo la dirección de su titular desde 2005 Sir
Antonio Pappano, la segunda formación italiana que visitaba el ciclo de
Ibermúsica en menos de una semana. Aparte de la casualidad de que estos dos
puntales del género sinfónico hayan quedado sin completar por cualesquier razón,
mucho más clara en el de Ansfelden que en el de Viena, -por dedicarse de manera
obsesiva a la revisión de sus anteriores sinfonías-, la ubicación de ambos
compositores en un programa es coherente y acertada, pues en la seriedad de Bruckner
subyace el sustrato alegre y sincero de la música de Schubert, en la forma del Ländler austriaco y la sencillez y el
espíritu del lied.
Caballero del Imperio Británico entre otras muchas distinciones, el solicitado director angloitaliano salió al escenario con la apariencia de un antiguo maestro de capilla que opta por dirigir sin batuta a Schubert. Surgió del silencio, casi susurrada, la primera frase a cargo de violonchelos y contrabajos, con una levedad casi camerística. Destacó la limpieza y transparencia de todo el discurso, la sencillez y claridad de trazo, muy cantabile en la sección de cuerdas en el amable segundo tema en modo mayor. En el postrero Andante, Pappano aligeró bastante el tempo para adecuarlo a esa preceptiva matización, con moto, con un protagonismo un tanto acusado de los trombones en el tema de carácter marcial, haciendo concluir el movimiento con la nota final en diminuendo. En suma, una lectura equilibrada, sin excesos románticos ni especiales arrebatos trágicos que obtuvo una respuesta muy eficiente de la formación romana, en la que hay que alabar la penetrante sonoridad de la flauta.
Como decíamos, Anton Bruckner es la consecuencia natural de
Schubert, y su testamento sinfónico es un compendio de toda su literatura orquestal
anterior, con una admirable perspectiva de futuro que abre las puertas a Mahler
y a la Segunda Escuela de Viena. La Novena,
en la nada casual y equivalente tonalidad beethoveniana de re menor, posee las
mismas dinámicas cambiantes, los mismos contrastes expresivos, el mismo
carácter épico que sus ocho compañeras de género sinfónico (sin contar las
números 0 y 10), pero a un nivel mucho más ambicioso, así como más divagador y más
tendente a la digresión si cabe que ninguna otra de sus creaciones.
Pappano es un excelente preparador de climas, y aquí, ya blandiendo su batuta ante sus efectivos reforzados para la celebración de la liturgia bruckneriana, consiguió adentrarnos conteniendo el aliento en la inquietud inaugural de ese Solemne. Misterioso, el más dilatado de todos los frescos sinfónicos del compositor austriaco, un vasto torso que el angloitaliano a través de una vigorosa dirección revistió de majestuosidad obteniendo un sensacional rendimiento de las sonoras ocho trompas –elemento fundamental en Bruckner-, tanto al unísono como por grupos. La claridad discursiva del complejo movimiento a través de sus distintos y contrastantes episodios, entre ostinati, progresiones armónicas, clímax y contraclímax, fue modélica, y la respuesta de todos los atriles, todo un espectáculo envolvente y virtuoso hasta desembocar en una trepidante coda hábilmente conducida. Si el primer movimiento había sido un ejemplo de construcción y ambiente cuasi místico, el Scherzo creó el suyo propio a partir de los pizzicati introductorios, apoderándose del espíritu diabólico con el obsesivo tema principal sonando como una atronadora descarga en los metales. Entre tanta agresividad, la batuta marcaba los acusados contrastes en 3/4 en el espíritu de este movimiento, que es el de una danza macabra.
Por ende, el inconmensurable Adagio que deja inconclusa la sinfonía comenzó con un conmovedor unísono de la cuerda con un idiomatismo orquestal que rememoró al respectivo Adagio de la Novena mahleriana, -ambos indicados “Sehr langsam” (muy lento) ¡cuántos paralelismos existen entre ambas sinfonías!-, y donde volvimos a poder disfrutar del empaste de todos los arcos, uno de los grandes puntales de esta agrupación italiana. Pudiera parecer que Pappano abusa del volumen en los tuttis, pero de lo que no hay ninguna duda es de la exquisitez de los pasajes en pianissimo, del nivel de hondura y profundidad emocional de las frases. Porque al contrario de las brumas del bohemio, la Novena, como toda sinfonía de Bruckner, traspira mística y fervor religioso –no en vano el propio autor sugería insertar su Te Deum tras el Adagio-, y el Caballero del Imperio británico Sir Antonio Pappano se convierte en oficiante de la última gran misa profana del maestro organista. Una obra que, tras pisar el Infierno en el movimiento precedente y a pesar de los momentos de duda del lento tercero y ¿penúltimo?, vuelve al Paraíso para permanecer ya siempre en él.
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