Alemania
Entre ignorancia y soberbia
Esteban Hernández
Tengo en Múnich un conocido -amigo sería regalarle
el sustantivo- al que Mozart no le gusta, tiene disgeusia focalizada. No estoy
hablando de alguien sin instrucción. El sujeto en cuestión dedicó y dedica una
buena parte de su fortuna, que sigue creciendo muy a su pesar, a recorrerse las
plateas de los mejores teatros, en aras de saciar un hambre de conocimiento
para el que, por sus aseveraciones, parece que su estómago no ha evolucionado
lo suficiente.
Que a alguien no le guste Mozart -o en su defecto lo finja,
que es aún más pernicioso para la salud- es un mal que no tiene cura, un cáncer
que por muchos vuelos privados que te puedas costear a Houston no vas a poder
nunca extirpar. Te comerá por dentro. En alguien con aparente criterio y los
mencionados posibles solo pueden esconder (1) ignorancia o (2) una soberbia
musical que, quienes vivimos de la música, encontramos en no pocos personajes
que frecuentan nuestros teatros.
Unas veces le toca a Mozart, otras a Wagner o contemporáneos,
las más a las músicas actuales que, según un extendido y preocupante parecer,
deberían tener su particular juicio de Nuremberg, con la soga ya extendida,
para evitar desvíos en la sentencia y nueva jurisprudencia. Dejemos a un lado
que Wagner (y con anterioridad Beethoven) pensó en su día que con esta ópera
Mozart poco menos que desperdició su genio, porque a nadie se le escapa que no
juzgaba su música, y tiempos y circunstancias no son comparables a las
hodiernas.
Después de varios lustros sin una nueva producción de Così fan
tutte -la última es de Jürgen Rose, así que
echen ustedes cuentas-
mi conocido sacó sus virtudes (1 o 2) a paseo y cumplió su particular chantaje
al arte, no acudió, intentándose distinguir así de los pobres mortales -adjetivo
en sus múltiples acepciones- a los que Mozart nos pierde, aunque su música
circule por caminos que transitamos como la vuelta a casa del supermercado de
la esquina.
La scuola degli Amanti, neón con el que se abre y
cierra la producción y sobre el que no hace faltan explicaciones, es preludio y
fin de las intenciones que el regidor australiano Benedict Andrews (en su debut
escénico en la Staatsoper), con el deseo como hilo conductor, junto a un casi
omnipresente colchón, sobre cuya suciedad retozan desde la misma obertura Don
Alfonso y Despina, para abrir boca y entrar en el argumento. Enseguida
palparemos como la moral de un viejo filósofo como Don Alfonso también se puede
encontrar a precio de saldo, si se dan las circunstancias y se tienen a mano
sirvienta y colchón. Al final de la obra Despina intentará prender fuego a al
mullido y transitado leitmotiv, pero pese al combustible
la pasión no prenderá.
El amor puede hacernos transitar por senderos tanto paradisiacos como obscenos, y eso también intenta plasmar Andrews, subrayando la función de “dramma giocoso” de Da Ponte, quizás con algunos elementos innecesarios, aunque conozco pocas puestas en escena sin excesos ni carencias. La escenografía de Magda Willi nos sitúa en un espacio constreñido la mayoría de las veces, a modo de decorados cinematográficos, en los que la inocencia y el juicio se ven zarandeados y transformados, al igual que lo hace el castillo de Barbie de la primera escena que terminará mutando en el segundo acto en un hinchable de aires fálicos y libidinosa puerta.
De una habitación con un gran ventanal, casi desnuda (después con
grafitis obscenos, la provocación de turno), a un garaje con SUV BMW incluido -de
los que contaminan-, pasando por un florido jardín de plástico -esperemos que
al menos reciclado- y poco más ... todo se mueve en esas lindes, amén de una
escena totalmente desnuda (la habitación de las hermanas) con la única
presencia de unos pétalos de flores que caen ininterrumpidamente a la velocidad
a la que la inocencia se desploma.
Todos, menos Sandrine Piau (Despina), están de estreno en
esta producción. Incluso el veterano Gerharher debutaba con Don Alfonso, al
igual que Jurowski lo hacía con Mozart en su teatro. Sus tempi fueron enérgicos, al menos
en el primer acto, si bien su marcha resultó inusualmente acelerada. Jurowski
en todo caso salió airoso, para mi gusto con más virtudes que las analíticas
lecturas de Petrenko, apoyado por una orquesta -en foso alto- que técnicamente
conocía los paños con los que se estaba vistiendo.
Krimmel (Guglielmo) fue un barítono de tono y modales
seductores, Kohlhepp (Ferrando) mostró su particular brillo en los agudos, pero
fueron Alder (Fiordiligi) y Amereau (Despina) quienes dotaron a la velada de
calidad y la seducción -en ese orden-, y suscitaron las mayores ovaciones de un
público entusiasta, aunque solo fuese por el hecho de que estaban en presencia
de un compositor que escapa a toda cuestión de gustos.
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