España - Madrid
Teatro RealAquiles, una trans arrepentida
Pelayo Jardón
Esto es un viaje al Madrid de 1744, donde un rey misántropo busca en la música el consuelo frente a la melancolía; donde una reina avasalladora impone la dictadura estética del italianismo; donde un ambicioso eunuco que canta como los ángeles es el niño mimado de la corte; y donde, en fin, cualquier ocasión, como la boda de una infanta con su primo de Versalles, es buena para montar una ópera ambientada en los remotos tiempos de las diosas del Olimpo y de los héroes de la Ilíada.
Tomando como telón de fondo las Grecias y las Romas —que diría Ruben Darío—, Corselli era el proveedor habitual de la corte para esta clase de producciones basadas en una sucesión de enredos y equívocos de sello inequívocamente rococó. Alejandro en la India, Farnace, La clemencia de Tito son otras de sus creaciones, cuyos títulos, situándonos grosso modo en el contexto musical, nos traen a la memoria a Händel, a Vivaldi y a Mozart.
Idealización, ligereza y encanto, son ingredientes de esta ópera, a los cuales se suma el travestismo, como elemento queer subrayado ostensiblemente en su actual reedición.
Arrogándose el papel de depositarias de la ortodoxia arqueológica —no sabemos bien si del Siglo de las Luces o de la Antigüedad clásica— algunas voces han lanzado anatemas por mor de esa hipotética desvirtuación. Lo cierto es precisamente que, desde tiempos inmemoriales, no hay ningún campo que haya sido más objeto de reciclajes y sucesivas alteraciones, injertos y enmiendas que la propia mitología.
De ello da buena fe precisamente el mismo libreto de Pietro Metastasio, en el cual —como suele hacer este autor— se recrea en clave dieciochesca un episodio de la Grecia mítica al que, como anacrónica guinda, se le añade una referencia a Felipe V y a la boda de la Infanta María Teresa con el Delfín de Francia. Descartando, pues, la herejía en lo que apenas es pecado venial, cabría proponer una lectura complementaria en clave aún más actual.
Porque, en puridad, ¿acaso no es Pirra una chica trans que se arrepiente de su cambio de sexo? En efecto, Aquiles, por inducción de su madre y para librarse de ir a la guerra, da el paso de convertirse en Pirra. Y como mujer, como una más, vive felizmente en Esciros junto a Deidamia. Hasta que se entromete Ulises, que llega en busca de Aquiles, a fin de que participe en la guerra de Troya.
Ulises, dechado de virilidad y belicismo, antítesis y antídoto de la transexualidad, hace a lo largo de la obra una machacona apología de los valores atávicos del patriarcado, escarneciendo el mundo femenino y muelle en el que se ha resguardado Aquiles. Y es precisamente la elocuencia de Ulises la que, frente al sentimentalismo femenino, avivando su inclinación por la reciedumbre y la gloria militar —en una especie de Juramento de los Horacios—, reconcilia a Aquiles con su propia hombría y hace resurgir al macho alfa que Pirra lleva dentro.
La partitura, que en algunos pasajes recuerda lejanamente a Händel, está estructurada en una sucesión de recitativos y arias. Bastante sobria, resulta agradable y en ocasiones emocionante desde el punto de vista melódico, aunque nunca llega a ser especialmente memorable. Esto último no es óbice para que deba encomiarse la iniciativa de su reestreno y, por ende, del estudio y recuperación del patrimonio musical español.
Pese a no ostentar el rol principal de la obra, la estrella de la noche, la favorita del público fue —y con razón— la soprano aragonesa Sabina Puértolas en el papel de Teogene, el prometido de Deidamia. Nótese por un lado su excelencia técnica: su timbre luminoso, su claridad en el fraseo, la vertiginosa agilidad —y desenvoltura— con la que aborda los más caprichosos y arriesgados pasajes.
Súmese a ello su simpatía, su don para meterse al público en el bolsillo, el desparpajo con el que asumió ese striptease con el que nos descubre que el personaje masculino —Teagene— es encarnado por una mujer. Algo muy parecido, por cierto, acostumbraba a hacer el icono de los transformistas del Madrid de los locos años veinte, Egmont de Bries, quien después de cantar “Las tardes del Ritz”, se iba despojando de sus plumas, gasas y lentejuelas a fin de desvelar que en realidad era un hombre.
Tim Mead, en el papel de Ulises, estuvo también magnífico. Nunca defrauda. Es un contratenor de gran solvencia y elegancia. Posee una preciosa voz, que sabe administrar sabiamente. Sus apariciones son irreprochables; en ellas irradia siempre magnetismo.
Muy correcta y sin mácula, pero también sin excesiva pasión, fue la interpretación de la bella Francesca Aspromonte como Deidamia.
Por causa de enfermedad, Franco Fagioli, no representó el papel principal Aquiles-Pirra, sino que fue sustituido por otro contratenor, el sevillano Gabriel Díaz.
Su voz es cálida y carnal en los registros medios; sabe impregnar su canto de emoción, de ternura y tiene, por añadidura una maravillosa vis cómica, lo cual conquistó a la concurrencia. Empero resultó —al menos en la representación que reseñamos— algo desigual en varios pasajes, especialmente del comienzo de la obra, así como en ciertas inusitadas asperezas o en la falta de ligereza en la ejecución de adornos y trinos, algunas de los cuales sonaban articulados y faltos de pulimiento.
Añádase que la utilización de instrumentos dieciochescos, como el clave, presta un enorme encanto, un sabor muy especial a la representación y que, en general, el director confirió a la orquesta y al conjunto entero un tono vitalista, radiante, si bien, en ocasiones pareció llegar a eclipsar a alguno de los cantantes.
El decorado, concebido como un desolador paisaje rocoso, limitado a grutas y enormes pedruscos es de una monotonía rayana en la abstracción; con independencia de sus reminiscencias pretendidamente freudianas, parece una solución poco comprometida para salir del paso.
A mitad de la representación, se añaden, como eco del discurso belicista de Ulises, unas enormes esculturas clásicas —el Hércules Farnesio, Hércules y la hidra de Lerna, entre ellas— que aportan el indispensable toque grecorromano.
Más estético y probablemente más atractivo habría sido tomar como fuente de inspiración algunas de tantas obras italianas de esa época como tenemos en España, léase Corrado Giaquinto, Giambattista Tiepolo y sus adláteres.
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