Italia
Las muertes equivocadas
Jorge Binaghi

Hacía mucho que no retomaba el contacto con una de las obras maestras de la lírica del siglo pasado (y de cualquier otro). La capacidad para la ópera de Poulenc no se refleja sólo en este caso, pero sí es la única ‘a gran escala’, encargada como en los viejos tiempos por Ricordi (y estrenada en versión italiana en la Scala aunque fue el único caso), y con un reconocimiento explícito de su autor a una línea de compositores que incluía, entre otros, a Monteverdi y Mussorgski (que me parecen a mí los preponderantes, aunque el dúo de los hermanos haga pensar en el también mencionado Verdi). En especial la referencia al autor de Boris es la que, particularmente, se me hace más presente.
La ocasión era más que buena
porque era la inauguración de la nueva temporada del Costanzi romano, con una
nueva producción encomendada a una figura de prestigio como Dante y la
dirección musical al nuevo maestro de la casa, Mariotti (en lo que han tenido
una suerte fenomenal).
Por si fuera poco, se trataba de la primera vez en que
Antonacci se hacía cargo del personaje clave de la primera priora (y a estar
por los rumores sería el último papel que la gran artista agrega a su
repertorio). Así que decidí, en el espíritu del Carmelo, ir a ver más de una
función y de paso saludar a Santa Teresa de Jesús, en el siglo Teresa de
Céspedes y Ahumada, en la imagen esculpida por Bernini, y que alguna relación
tenía también con la orden.
En realidad, más que una penitencia se trató de un
premio. Y fue una gran alegría que la sala se mostrase muy frecuentada, atenta
(pese a que los locales tengan problemas a la hora de respetar la virtud del
silencio) y satisfecha, aunque encontré insuficientes los aplausos respecto del
grado de satisfacción manifestado. Tal vez ambos finales (hubo una sola pausa)
contribuyeron a la congoja.
No voy a reiterar ahora la cuestión de si el texto de
Bernanos es reaccionario o espiritual (si hay frases que a uno pueden
molestarlo por lo clasistas que resultan es mayor la cantidad de veces que da
en el clavo sobre todo con algunas preguntas o intuiciones); la música da buena
cuenta de la obra y juega con el fuego de hacer de un texto ‘profundo’ algo
sumamente teatral sin caer en el sentimentalismo o la superficialidad ni
tampoco en el aburrimiento y los momentos vacíos. El sólo enunciado del
‘motivo’ que llegará a su máxima expansión en la escena final ya en la primera
sería suficiente para descubrir una mano maestra que asimismo se revela en los
dos simples acordes finales tras un breve silencio luego de que haya callado la
última voz de las carmelitas ejecutadas.
Tampoco es cuestión, ni a la obra importa
particularmente, si el uso de la guillotina fue necesario, desproporcionado,
torcido; es cuestión sí del significado de la muerte, personal y/o colectiva, y
a eso apuntan ambos finales. Y si en el primero lo último que se oye es ‘¡Miedo
de la muerte!’ cuando la vieja priora logra por fin un mal morir en el segundo
nos queda el silencio final luego del sacrificio y valentía colectivos al que
se agrega el individual de la protagonista.
Si esos dos breves acordes no son un gigantesco signo de
interrogación como a mí me lo han parecido desde 1965 serán otra cosa
igualmente importante en su modestia, Se puede ser laico, agnóstico, ateo, y
quedar igualmente tocado por la idea (ideas) de la única monja alegre, Soeur
Constance, cuando se pregunta si la casualidad no será la lógica de Dios y si
no hay muertes equivocadas en que a alguien le toca morir mal para que otro pueda
hacerlo bien: ‘On ne meurt pas chacun pour soi mais les uns pour les autres, ou
même les uns à la place des autres, qui sait?’ (‘No morimos cada uno por sí
mismo sino los unos por los otros, o incluso los unos en lugar de los otros,
¿quién sabe?’).
Dante ha hecho lo posible por resaltar la condición
femenina antes que la religiosa, sin renunciar a esta (adecuadamente el
vestuario no es el habitual pero recuerda mucho a ciertas vestimentas de los
mártires y santos en su vida aunque acaben todas en combinación blanca para su
muerte). Asimismo todas cojean arrastrando una piedra que se ve o no y que es
el peso de los pecados propios y ajenos.
Los cuadros que adornan la mansión del marqués de la
Force y sus hijos, tan de época, vacíos de pinturas, se convierten en el lugar
de la muerte de las carmelitas que ocupan el lugar de las telas y sobre las
que, a cada golpe de guillotina (invisible), cae una tela blanca que las oculta
definitivamente a nuestra vista.
¿Que tal vez hay algunos mimos de más en alguna escena
como la de los lacayos en la primera, que las monjas en bicicleta en el momento
de su ‘libertad’ al ser expulsadas del convento no es sólo anacrónico -la cosa
importa poco- sino probablemente superfluo? ¿Que los magníficos interludios no
tendrían necesidad estricta de ser ‘dramatizados’ pero que los momentos en que
en ellos aparece Cristo les dan un realce dramático y una vivacidad escénica que
les dan aún más realce y valor?
Dante ha tenido la suerte de contar no sólo con un grupo
de cantantes solistas, sino incluso de la sección femenina del coro del Teatro,
que se ha dejado la piel en cada representación.
Y aquí hay que hablar de Antonacci en una interpretación fuera de serie. El personaje es agradecido y sus únicas dos escenas son de una enorme intensidad. Es difícil hacerlo mal, pero si en mis recuerdos dominaban la versión ‘tradicional’ de Hélène Bouvier o la personalísima de Régine Crespin (a quien Poulenc había destinado la segunda priora haciéndole la salvedad de que en el futuro sería una extraordinaria primera), Antonacci las iguala con su dicción perfecta, su timbre inconfundible levemente melancólico, su fraseo entre distinguido, reservado y desesperado, y muestra una tercera forma de ser memorable. Su ‘peur de la mort!’ temo que me vaya a acompañar hasta mi propio final.
Pero los demás también cumplieron muy bien, con inevitables diferencias.
Desde mi punto de vista la unión perfecta entre lo vocal y lo escénico vino
dado por Gubanova y Baráth, justamente los dos extremos de personalidades monacales.
La protagonista de Winters me resultó poco frágil y vocalmente demasiado
oscura, mientras que la Lidoine de Vesin demostró gran personalidad pero
también un extremo agudo demasiado áspero y un timbre también menos claro que
lo deseado.
Los roles masculinos, aunque breves, sirvieron para poner
de relieve el buen hacer de Lapointe y el interés de Volkov con una voz tal vez
un tanto reducida en volumen (es cierto que Mariotti algunas veces no ayudó). Los
otros papeles menores, masculinos y femeninos, resultaron todos impecables, y
la actuación de los mimos relevante.
El coro masculino tuvo poca ocasión de intervenir, casi
siempre desde las quintas, pero estuvo perfecto como, en mayor grado, lo hizo
su contraparte femenina, todos muy aplaudidos en la figura de su director,
Visco.
Que la orquesta del Teatro es buena se sabía, pero que
pueda ser mayúscula lo he podido comprobar ahora con la batuta de Mariotti.
Quien, ciertamente, es joven y probablemente en unos años (difícilmente me
toque verlo) ‘adelgazará’ un poco el volumen sin perder en intensidad. Los
tiempos justos y los miles de matices que hay en la partitura ya los posee, y
tiene una empatía envidiable no sólo con los músicos sino también con la
música.
Lo único malo, en resumen, es que uno sale y literalmente
le cae encima un chubasco de esos romanos que lo vuelve de una bofetada a la
realidad de la mezquina vida cotidiana.
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