Francia
‘Bodas de Figaro’ del montón
Francisco Leonarte

Permítanme distinguir dos tipos de intérpretes:
quienes se ponen al servicio de la obra y quienes se sirven de la obra para su
propio lucimiento. En materia de puesta en escena, la adscripción a una u otra
categoría suele ser bastante clara. Hablábamos el otro día de Pelly, con su
capacidad para lucirse siempre a partir de la obra, siempre poniéndose a su
servicio. Pero ese tipo de directores de escena es cada vez más infrecuente.
Por el contrario abunda el/la director de escena que tiene su ideíta (con la
que estiman que van a brillar) y que busca que en el espectáculo todo se
supedite a ella. Tal es el caso de Netia Jones.
Servidor de ustedes vio esta producción hace
unos dos años. Y me pareció tan vistosa como mala. Con el tiempo no he notado
que haya mejorado. Porque lo que sigue primando, es la 'ideita’ de la directora
de escena... En efecto, la señora Jones quiere que la obra de Mozart /Da Ponte/
Beaumarchais suceda en un teatro de ópera y recuerde los recientes escándalos
Metoo y otros que han salpicado a famosos divos. Y hace todo para que la cosa
se ajuste a su idea.
El problema es que, si algunos gags están bien
resueltos (meno male !) en otros momentos no se entiende nada a menos de
conocer el libreto (y así me lo confirmaron dos buenos amigos que veían por
primera vez la obra), particularmente en el cuarto acto, en que si no hay ‘bosquecillo’
y oscuridad, y dos pabellones distintos, en vez del escenario completamente
abierto en que evolucionan los pobres cantantes (mal) dirigidos por Neta Jones,
pues no se entiende nada.
Tiene otra pega el trabajo de la señora Jones,
y es su obsesión por el horror vacui: desde la obertura nos asesta una suerte
de idas y venidas de figurantes sobre un ballet de efectos visuales y
cronómetro que nada aportan pero que impiden el normal disfrute de la música.
¡¿Cuándo entenderán nuestros directores/as de escena que la música se basta y
se sobra en los fragmentos puramente musicales?! Eso sin contar las acciones
paralelas que nada tienen que ver con lo que se escucha (verbigracia don
Basilio que aparece revestido de simple toalla en medio de la primera aria de
Cherubino...)
Y claro, como doña Neta tiene que guardar su
prestigio entre sus colegas de puesta en escena, reproduce todos los tics que
están de moda y sin los cuales el mundillo teatral no reconocerá como ‘moderna’
su puesta en escena: empleo del vídeo (abusivo y perfectamente superfluo),
cosas escritas sobre el escenario, propósito supuestamente de actualidad... Una
caricatura de ‘puesta en escena comme il faut’.
Su escenografía (porque -como Juan Palomo, yo
me lo guiso, yo me lo como- la señora Jones se firma la puesta en escena, la
escenografía, el vestuario y el vídeo) en el primer acto, con dos espacios que
bien pueden ser espacios de ensayo o aun camerinos o tal vez despachos para la
administración, puede tener su interés. Pero en el segundo acto, todos los
espacios, aun siendo bonitos, son perfectamente abiertos: el sonido de las voces
se escapa y la interpretación musical se resiente. De los trajes, poco hay que
decir. Se ajustan a la 'ideíta'... En fín, pasemos.
Una dirección de orquesta inteligente
Eso sí, en la tanda de representaciones de
hace dos años dirigía Dudamel, y desde el punto de vista musical tampoco había
nada que rascar. Recuerdo que los recitativos eran apresurados y sin gracia, y
que la orquesta sonaba demasiado fuerte y banal.
En esta ocasión dirige Louis Langrée, y la
cosa cambia. Langrée es director sensible -le recordamos un sensacional Hamlet
de Thomas- atento a la partitura, a la orquesta y a los solistas vocales. De
hecho el conjunto orquestal es relativamente reducido (tres contrabajos y cinco
violoncellos), evitando siempre cubrir a los cantantes.
Hay también, contrariamente a lo que sucedió
con Dudamel, un auténtico trabajo de recitativos: recitativos que tienen
todos sentido, que están dichos y no recitados a toda prisa. Hay también una
verdadera preocupación por los conjuntos, con muy hermosos momentos, en
particular el finale, con las frases sobre el perdón, en que el canto de Gerald
Finley, de gran belleza, poco o nada tiene que ver con la puesta en escena.
Destaquemos la redondez y el fraseo del oboe
solista, o los maravillosos pizzicatti. Confieso que a menudo me atrajeron más
los acompañamientos orquestales que las voces -verbigracia en las arias de
Cherubino o de la Contesa, en que, artísticamente, el nivel vocal era muy
inferior al instrumental-. Porque además, en plantilla reducida o no, la Orquesta
de la Ópera de París es siempre un lujazo.
Harina de otro costal es el coro. También en
plantilla reducida (no hace falta más para las breves intervenciones corales en
Las Bodas de Fígaro), suena a café largo, pero muy largo, con mucha
mucha, mucha agua. Un sonido pequeño y destimbrado. Sin embargo son muchos los ejemplos
de formaciones corales pequeñas pero excelentes (Les éléments, el Coro de
Cámara de Namur...). ¿Por qué el Coro de la Ópera Nacional de París -que,
vistas las subvenciones que la casa recibe, tendría que ser siempre un señor
coro fuere cual fuere el número de integrantes- suena tan melífluo y desvaído? Ni
siquiera salió a saludar, y creo que nadie lo echó de menos. Una lástima.
Solistas de regulares a excelentes
En la pasada versión, con Dudamel, Miah
Persson como Contessa era de los pocos que conseguía brillar un poco. En esta
ocasión sin embargo me decepcionó. Deterioro de la voz (esperemos que no) o mal
día, el caso es que en su ‘Porgi amor’, y en general en todo el segundo acto,
su canto careció de delicadeza y su voz sonó ancha y sin brillo, casi
destemplada y con fuerte vibrato. La comparación con la voz de Jeanine de
Bique, repleta de armónicos, fue cruel. En el tercer acto, en el célebre ‘Dove
sono’, Persson cumplió sin más. Sin matices ni suavidad, sin expresividad ni
mezza voce ni ductilidad. Esperemos que fuera sólo circunstancial.
Finley, por el contrario, exhibió su voz de
terciopelo, uno de los timbres baritonales más bonitos del panorama canoro.
Todo cantado y todo comprensible. Buen squillo, se le escucha bien en los
conjuntos, con mucha musicalidad. Mucha expresividad teatral. Eso sí, en su
aria del tercer acto nos quedamos con las ganas: y es que la puesta en escena
le pide desnudarse mientras canta, y además desnudarse con dificultad: Finley
no está pendiente de dar voz, sino de hacer el numerito que le pide la
directora de escena en un espacio totalmente abierto donde el caudal se
pierde... Una auténtica lástima. Otra ocasión para detestar la puesta en escena
de Jones.
A Pisaroni, desde el inicio, en su aria ‘Se
vuol ballare il signor contino’ -que sin embargo no encierra dificultades
mayores- se le encuentra apurado en los agudos y en los graves. Se pasa su
papel hablando más que cantando, cosa que podría no ser mala si de cuando en
cuando cantase algo en vez de susurrarlo. Langrée lo mima (como a todos los
cantantes) lo suficiente para que sea audible. Pero no. En fin, digamos que no
se le puede negar teatralidad. Poco más.
Aunque al principio de su carrera cantó mucho
Cherubino, Sophie Koch puede ser considerada hoy en día como mezzosoprano
dramática (cantó hace unos diez años una Venus memorable en Bastille). Tal vez
por eso tardó en calentar. En su dúo del primer acto con Susanna la voz, todavía
fría, sonaba poco audible y con demasiado vibrato. De suerte que su voz empezó
a sonar bien cuando ya poco le quedaba por cantar. Lástima que en vez de
hacerle cantar la bonita ‘Il capro e la capreta’, en esta producción
simplemente le hagan pasear mientras el público lee un fragmento del original
de Beaumarchais...
Eric Huchet, que canta don Basilio, puede ya
ser considerado como un ‘segundo espada’ de lujo, recogiendo la estela de
Michel Sénéchal o de tantos otros ‘grandes en pequeños roles’. Comicidad sin
exageración, voz siempre rica en armónicos, musicalidad. Lástima que tampoco se
cante su aria alternativa.
Decepcionó sin embargo Cherubino -que sin
embargo es siempre un caramelito, sin enormes dificultades en su particella
pero con un papel bien simpático y unas arias muy pegadizas. Sin embargo en su
primera intervención, el ‘Non so piu cosa son cosa faccio’, sonó sin graves, y
apurada en agudos. Para más inri tiene un timbre más bien feo y teatralmente
compone un personaje poco creíble, un joven que no hace mucho caso, que no
tiene miedo. Además de resultar, visualmente, un joven poco atractivo. Uno no
se cree sus intentos de seducción ni su supuesto sex-appeal. En su segunda
aria, el famoso ‘O voi che sapete’, su canto, a pesar del precioso y sutil
acompañamiento de Langrée, sonó perfectamente rutinario.
El Don Bartolo de James Creswell no sólo
estuvo bien compuesto actoralmente. Desde un punto de vista musical se le notó
bastante cómodo en graves y agudos, con bastante volumen y un bonito timbre.
Tal vez se echó de menos un punto más de soltura en el canto silábico (sillabato,
que dicen los italianos), técnica que, de entre todos los solistas, sólo Eric
Huchet parecía realmente dominar.
La perla la tuvimos con Jeanine De Bique, que
ya nos había dado una preciosa Alcina de Haendel en esta misma sala
Garnier. Anunciada como enferma, constituye sin embargo, con la orquesta, la
auténtica atracción de esta producción. Voz siempre rica en armónicos,
haciéndose oír en toda la sala gracias a su squillo, de bonita voz, con graves
redondos y agudos fáciles. Ah, y con unos preciosos pianissimi en su ‘Deh vieni
non tardar’, que cantó con sensual delicadeza pero sin exageraciones. El
pianissimo final fue pura luz. Y para redondearlo todo, siempre mostró sentido
teatral, tanto en el canto como en la actuación puramente actoral. Una gran
Susanna.
No asistimos, en suma, a una gran
representación, porque de nuevo pudimos verificar que si la dirección de escena
y la escenografía no acompañan o incluso estorban, no hay ‘gran representación’
posible. Pero también de nuevo comprobamos que cuando hay un buen director
musical, es mucho más fácil hacer Música (con mayúscula) y rendir justicia a
una obra maestra como son Las Bodas de Fígaro de Mozart/Beaumarchais (Da
Ponte se limitó a traducir y suavizar el original francés, pero a estas alturas
de la crítica no vamos a meternos a hablar de Da Ponte, verdad? ....)
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