España - Galicia
Con ganas de empezar
Alfredo López-Vivié Palencia
Primer concierto de Roberto González-Monjas (Valladolid, 1988) tras hacerse público su nombramiento como nuevo director musical de la Orquesta Sinfónica de Galicia. No le volveremos a ver hasta la siguiente temporada, cuando tome posesión del cargo, pero a juzgar por lo visto y oído esta noche ya ha tomado posesión del público –ovación- y de la orquesta –pataleo-. Si bien su experiencia como director es reciente, de su labor como violinista me ha llamado la atención sobre todo los seis años en el puesto de concertino de la Orquesta de la Academia de Santa Cecilia de Roma. Sólo con ese bagaje demuestra mayor conocimiento de causa que algunos veinteañeros que de la nada saltan al estrellato batutero.
Por de pronto, lo ha demostrado escogiendo un programa atractivo, inusual y coherente a partes iguales. Por lo demás, lo ha demostrado con unas interpretaciones muy buenas de las tres piezas en cartel. Empezando por el Preludio, corale e fuga que Respighi escribió a los veintiún años como trabajo de fin de carrera: quince minutos de música intensa en los que su autor ya apunta más que maneras como orquestador excelente, y durante los cuales González-Monjas dejó bien a las claras que no le tiene miedo a la orquesta. Su gesto no es elegante, pero es inequívoco en claridad y en intención, traducido en una versión enérgica de la obra: qué gusto escuchar a los metales en el coral, sonando a lo grande y sin estridencias.
Donde esté una buena canción con orquesta, que se quite la mejor aria operística. Y si se dan seis seguidas como Les nuits d’été de Berlioz, pues mucho mejor. Me da lo mismo que no constituyan un ciclo sino una mera recopilación: más allá de la firma del poeta –Théophile Gautier- las seis mantienen una cierta continuidad ambiental gracias a la firma del músico, que las provee de una orquesta pequeña pero inconfundible (esas maderas tan insistentes con las que Berlioz logra el milagro de convertir en terciopelo lo que podría ser un incordio). Véronique Gens dio una versión cálida e íntima, merced a una partitura que no le exige ir a los extremos de la tesitura (transposiciones mediante), de modo que puede lucir un instrumento bien proyectado sin perder la redondez armónica. González-Monjas estuvo atento al detalle y perseverante en la delicadeza del acompañamiento. Entre los dos consiguieron uno de esos silencios del público que revelan la seducción de un momento mágico.
Ni la Sinfónica de Galicia había tocado antes la Sinfonía con órgano de Saint-Saëns, ni yo recuerdo haberla escuchado en vivo. Me gustó mucho cómo González-Monjas construyó desde dentro el clímax del primer movimiento, y no tanto que le diera cierta tirantez al segundo (la preciosa melodía de los violines debería sonar más sensual); también me gustó la espléndida articulación de la cuerda en el Scherzo, aunque en el Finale eché de menos una mayor dosis de espectacularidad en el órgano. La participación de Juan de la Rubia en el Adagio fue magistral (él sí le dio sensualidad a la cosa); en la última parte le concedo el beneficio de la duda: alguien que ha tenido el honor de tocar el Cavaillé-Coll de Saint Sulpice de París sabe lo que es un sonido espectacular; al mismo tiempo, mucho me temo que de la Rubia tuvo que sacrificarse para no tapar a una orquesta que ha de luchar -vaya si lo hizo- contra una acústica inhóspita.
Esa acústica es uno de los desafíos a los que González-Monjas deberá acostumbrarse. Aunque el reto de verdad consiste en mantener el nivel que Dima Slobodeniouk le ha dado a la mejor orquesta de España. El pucelano es un director muy diferente de su predecesor, pero justamente ahí está la gracia: Slobodeniouk se ha ganado los galones de maestro internacional con la Sinfónica de Galicia, y estoy bien seguro de que el público y la orquesta comparten mi deseo de que González-Monjas también los consiga.
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