Italia
Un ‘Boris’ interior
Jorge Binaghi

Resulta curioso ver tras más de cuatro años la misma
versión ‘super original’ que se ha puesto de moda en nuestros días de la obra
maestra de Musorgski con tres de los cuatro intérpretes masculinos de entonces
en París, pero con un elenco distinto, una orquesta y coro aún más distintos,
una batuta totalmente disímil e igualmente una puesta en escena (nueva)
alejadísima de la entonces propuesta por Ivo van Hove. Esta vez la sensación ha
sido de mucha más ‘redondez’ en todos los aspectos, incluso en quienes repetían
papel. Se ha tratado, y en eso la dirección escénica y musical iban de acuerdo
(por suerte) y si el enorme pergamino en el que Pimen cuenta para terminar su
crónica los años del reinado del zar usurpador es lo que sirve de fondo para
que en medio de él se abran las puertas del palacio para la coronación (por
ejemplo) sin caer en el oropel vano aunque la impresión era potentísima,
Chailly ha impuesto una visión que parecía rehuir deliberadamente la
espectacularidad en sí para insinuar un tono sombrío de sospecha, terror de
todo tipo (en este sentido el encuentro entre Boris y el Inocente ante la
catedral de San Basilio fue estremecedor, aunque la escena única me supiera,
como las transiciones entre cuadros, a poco o a forzado en la parte visual),
que se acentuaba por la presencia del fantasma del zarévich asesinado -francamente
algo excesiva- al que obviamente sólo ve el mandante supuesto de su degüello.
No entendí el motivo de la pausa luego de la escena de la
posada, aunque supongo que era imposible inaugurar el 7 de diciembre sin al
menos un intervalo para que tanta persona importante -que no le llegaba a los
talones al zar culpable- tuviera su momento de vanagloria (y vana gloria).
Una concesión a la ‘facilidad’ fue hacer que Boris muera
a su vez asesinado (no estamos en el ‘gran mecanismo’ de la primitiva monarquía
inglesa según Jan Kott y en la obra de Shakespeare, aunque con esta haya más de
un punto de contacto), pero en general la sobriedad e interioridad obligan a
reflexionar y eso es bueno (después se puede seguir lamentando la ausencia del
acto polaco y otros momentos que también son de puño y letra del autor, pero no
insistiré porque ya lo dije hace cuatro años y nada ha cambiado en medio del
constante cambio).
Insisto, sí, en la flexibilidad y la ductilidad de la
batuta de Chailly, que me parecieron ejemplares, y la forma en que arropó a los
cantantes. El otro puntal del espectáculo fue el maravilloso coro del Teatro en
una actuación gigantesca.
Y luego, claro, el protagonista. Decía yo de Abdrazakov
entonces (no recuerdo si era la primera vez que lo cantaba en Occidente, pero
sí que lo veía yo y en un teatro importante): ‘no resultó carismático en
absoluto. Cantó y actuó muy bien, pero sin sobresalir. Incluso cedió ante el
Pimen glacial de Anger, en magnífico estado vocal.’ No fue así por suerte esta
vez y no porque Anger -nada glacial en este caso- no estuviera soberbio en su
monje cronista. Pero desde su aparición (muda, antes de la coronación) hasta la
muerte final esta vez el bajo ruso convenció plenamente aunque no tenga un
caudal imponente ni un color muy oscuro, pero sin caer en exageraciones resultó
siempre atormentado, receloso, autoritario, y particularmente afectuoso en la
esfera familiar, y aprovechó desde la simple frase hasta los monólogos para
imponerse.
Sí repetiré lo siguiente: “El Grigori de Golovnin fue
bueno, pero con la extensión del papel en esta versión uno se queda sin saber
si podría con la parte extendida”. Agregaré ahora que he percibido algunas
notas fijas y engoladas que me inclinan a pensar que no sería lo suyo el gran
dúo del acto polaco, por ejemplo.
Muy bueno el Inocente de Abaimov (que habría merecido el
honor que le concedió luego el autor de cerrar con la repetición de su famoso
lamento la obra) y excelente el Varlaam de Trofimov pese a que me resultó más
‘declamado’ que en otras oportunidades.
En las partes femeninas -todas episódicas y por lo mismo
secundarias- hay que decir que todas cumplieron de modo adecuado o más que eso
en sus respectivos papeles, y quisiera destacar -me he olvidado de poner su
nombre en el reparto, pero tal vez ha sido un lapsus más o menos freudiano- el
extraordinario secretario de la Duma, Chelkalov, que supo trazar Alexei Markov.
El teatro estaba repleto, el público estuvo atento y
silencioso (loado sea quien sea) y aplaudió cuando debía en forma atronadora y
merecida.
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