España - Madrid
Sonambulismo de altura
Germán García Tomás
El componente onírico es una baza importante para cualquier
puesta en escena operística, máxime si es una de las características principales
y determinantes en la propia trama de la obra representada. El universo de los
sueños que puede degenerar en pesadilla es una constante en las óperas
románticas, y La sonnambula de
Bellini no se sustrae en cierta medida a ese influjo de las sombras. Por eso,
la catalana Bárbara Lluch, una directora de escena que ya se ha ganado el favor
del público por montajes como La casa de
Bernarda Alba de Miquel Ortega o El
rey que rabió de Ruperto Chapí, ambas vistas en los últimos años en el Teatro
de la Zarzuela, sabe que el título belcantista quizá más refinado e íntimo de
todo el catálogo belliniano tolera y acepta el apoyo visual que el ballet y la
danza le prestan, y así lo ha hecho en esta régie
para el Teatro Real, cuidada producción de estreno que concluye año y abre
nuevo en colaboración con los coliseos de Barcelona, Palermo y Tokio.
Porque aquí vemos cómo la protagonista Amina, en vestido blanco distintivo de su pureza de novia, es asediada desde el comienzo de la representación por una legión de jóvenes bailarines con vestiduras oscuras que giran alrededor de ella, acosándola y dirigiendo sus movimientos por el escenario, cual alma exangüe. Las escurridizas hordas reaparecen en otros momentos clave a lo largo de la ópera, como cuando es repudiada públicamente por Elvino. Parece que Lluch ha tenido muy presente el montaje de Claus Guth para Las bodas de Fígaro presenciado la temporada pasada en este teatro, donde todos los personajes de la folle journée son controlados por un ángel, con propósitos, eso sí, muy diferentes. De esta forma, el sonambulismo de Amina y su mundo asociado de visiones tiene a la coreografía como adorno estético entre lo gótico y lo fantasmagórico.
La escenografía de Christof Hetzer conserva la ambientación rural del libreto original con ese elevado árbol presidiendo la escena primera del acto primero, que tiene dos muñecos ahorcados en la parte superior, aparentemente un macabro juego de niños. En la segunda escena de dicho acto, en otro detalle de gran efecto teatral, las sábanas tendidas hacen las veces de pantalla para ocultar la escandalosa presencia de Amina en el apartamento del Conde Rodolfo, telas que caen bruscamente a tierra cuando irrumpe un desconfiado y enérgico Elvino. El acto segundo, por su parte, tiene a una sencilla casa de campo acaparando el escenario con ese peligroso alféizar desde el que Amina cantará su famosa y más recordada aria.
En el segundo reparto, defienden la ópera cantantes de gran solidez, brindando una noche de altura belcantista. La australiana Jessica Pratt confiere un halo de fragilidad y delicadeza al personaje protagónico, pues su sensible Amina tiene mucho de intimismo en su tratamiento vocal a media voz, con abundancia de filati que huyen de la ostentosidad de otras sopranos. Su voz de ligero vibrato tiene cuerpo y presencia, y el registro agudo luce con limpieza en picados y ornamentos, saliendo con facilidad de los escollos que Bellini la presenta nada más salir a escena. Regaló un “Ah, non credea mirarti” lleno de ensoñación, antes de una cabaletta final en la que Pratt supo aprovechar la coloratura.
Al lado tenía al Elvino del italiano
Francesco Demuro, que sin poseer una voz de poderoso volumen, tiene presencia y
es un portento de fraseo y canto legato,
un instrumento que transmite toda la calidez mediterránea. Su estilo canoro
tiene mucho de esa nobiltà y hondura,
así como el adecuado punto de ensoñación que requieren los tenores belcantistas.
Hasta las partes recitadas son delineadas con primoroso encanto en una tesitura
muy lírica, abordando sin falseamientos los varios sobreagudos que la partitura
le exige en sus dos dúos con Amina del primer acto y el aria “Perché non posso
odiarti” del segundo.
El bajo argentino Fernando Radó exhibió sus credenciales de
cantante competente con cadenciosidad y dignificó al Conde Rodolfo con su facha
de seductor, pese a no ser su canto de especial hondura, mientras la soprano
Serena Sáenz como Alisa causa una honda impresión demostrando amplias dotes
para la agilidad. Completan el reparto de secundarios las aportaciones
españolas de la mezzo Gemma Coma-Alabert en una muy caracterizada y
estupendamente cantada Teresa, el correcto Alessio del barítono Isaac Galán y
el episódico notario del tenor Gerardo López.
El Coro Titular del Teatro merece un puesto de honor, pues no es sólo digno de señalarse la proyección y el empaste perfecto entre sus secciones, sino la deliciosa forma de cantar que posee la maravillosa agrupación dirigida por Andrés Máspero. Por lo que respecta a la batuta, el especialista Maurizio Benini es antes que nada un excelente maestro concertador que sabe crear el ambiente propicio para la emoción, como el concertante “D’un pensiero e d’un accento”. Sus tempi siempre equilibrados y en absoluto abruptos o acelerados aseguran el disfrute de la inspirada partitura en la que detectamos ciertas omisiones, como la repetición de la frase principal en el aria de Rodolfo o la cantabile sección instrumental encomendada a la trompa en el acto segundo.
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