Alemania
Riccardo Chailly, visión, desmesura y sentido de la proporción
Juan Carlos Tellechea

Riccardo Chailly celebra en estos días 70 jóvenes primaveras y 40 activos años de escenario durante una gira europea con su querida Orchestra Filarmonica della Scala. Junto con el violinista Emmanuel Tjeknavorian el célebre director y este colectivo musical hicieron estación este domingo en el gran auditorio Alfried Krupp de la Philharmonie de Essen con un grandioso programa de música rusa.
Éste comenzó con la Sinfonía nº 1 de Serguei Prokofiev, conocida como la 'Symphonie classique' (1917), que sigue el estilo de Joseph Haydn. Su espíritu de pastiche ha contribuido en gran medida a su fama. No se puede negar la extrema inventiva de sus cuatro movimientos, especialmente interpretados aquí con la elegancia y el espíritu que le infunde el maestro
Hechizo
Hay que saborear el segundo tema, en forma de divertida marcha, iniciada por el fagot y sus notas punteadas que Gabriele Screpis escatima con tacto. La recapitulación es muy hábil y la coda en la que Prokofiev se aparte con acierto de los códigos habituales del género, está aquí interpretada con la misma maestría por una orquesta de élite, cuya transparencia de las cuerdas y la mordacidad de los vientos son dignas de admiración.
El Larghetto que le sigue, muy bien equilibrado, tiene el encanto de una delicada serenata con todos los ingredientes de un falso minueto: la melodía de Prokofiev está en su mejor momento con su carácter inmediatamente seductor. La Gavotta, que hace las veces de scherzo, destila una suave ironía, una cualidad casi humorística y, sobre todo, una soberana elegancia de fraseo que hechiza a los espectadores.
El Molto vivace final es contrastante, tanto en términos de mordacidad como de espíritu paródico. El cincelado de las cuerdas tiene mucho que ver, al igual que el grácil sonido de las maderas, las flautas, el clarinete y los fagotes. Termina con una pirueta. Todo está dicho y uno se sorprende de que ya haya terminado. Pero la calidad no se mide por la duración; la minisinfonía de Prokofiev imparte aquí una deslumbrante lección orquestal.
Naturaleza viva
Lo mismo puede decirse del Concierto para violín y orquesta nº 1 de Prokofiev. Es de presumir que Emmanuel Tjeknavorian quisiera grabarla precisamente con esta orquesta y este director, capaces, a ojos vistas, de revelar su naturaleza espontánea y viva.
Contemporánea de la 'Symphonie classique', la obra se terminó en 1917. La agitación revolucionaria que estallaba en Rusia ese año impediría allí la primera interpretación pública del Concierto, que en un principio iba a estar a cargo del violinista Paul Kochanski. Pero finalmente fue el violinista Marcel Darrieux y la Orquesta de la Ópera de París que estrenaron la composición en la capital francesa el 18 de octubre de 1923. Fue un fracaso. El concierto era demasiado bello, demasiado tonal, simplemente demasiado romántico. Al final, sería el violinista Joseph Szigeti el que llevaría la obra de gira por Europa y contribuiría a que alcanzara la reputación que merece.
Es de admirar aquí el rico lirismo del violín, que no da paso a un virtuosismo demostrativo, aunque la pieza es "increíblemente difícil de tocar", y una orquestación imaginativa que proporciona transiciones inesperadas. Como ocurre en el primer movimiento, cuando el sereno Andantino inicial se transforma en un animado Andante assai con sus diversos cambios de tempo y estado de ánimo, para desembocar en un final etéreo.
Ferviente inspiración
La vivacidad del Scherzo recuerda a la Primera Sinfonía, y el final está lleno de ritmos: una marcha ligeramente irónica, pasajes de inquietante lirismo, un crescendo puntuado por acordes forte y zonas de ferviente inspiración. En este contexto y tras la ejecución, Riccardo Chailly destacaría expresamente ante el público en primer término la labor de uno de los músicos de la Filarmonica della Scala, el tubista Javier Castaño Medina.
La obra de Prokofiev termina en una atmósfera casi de cuento de hadas, anticipando ya lo que más tarde serviría de material musical para sus futuros ballets (Cenicienta, La flor de piedra). Emmanuel Tjeknavorian encandiló a la platea. Desplegó toda la gama de sus habilidades técnicas, pero igualmente emocionales, ennobleciendo con elegancia esta inagotable cornucopia de grandiosos timbres.
Cristalino y con gran aliento en el arco, el violinista ofreció una interpretación llena de ingenio, delicadeza y ternura con su Stradivarius (Cremona 1698), de nuevo rodeada por una orquesta traslúcida. El violín parecía fundirse en el tono transparente, ronroneando, llorando con una emotividad que hacía brotar las lágrimas de los oyentes. Las estruendosas ovaciones y altisonante exclamaciones de aprobación de los espectadores solo pudieron ser calmadas con un bis: el pizzicato del tercer movimiento de la Sonata para violín solo nº 1 de Paul Hindemith.
Un requiem
Después de la pausa, la segunda parte del concierto fue consagrada a la ejecución de la Sinfonía nº 6 en si menor ('Pathetique') de Piotr Chaikovski, más requiem que sinfonía, y que también sería mal juzgada, tras su estreno el 28 de octubre de 1893 en San Petersburgo, dirigida por el propio compositor (nueve días antes de su muerte).
"No es que desagrade, sino que la gente no sabe qué hacer con ella", escribía el propio Chaikovski, en sus últimas horas. La gente de la época creía ver en la obra una construcción hinchada y criticaba la longitud redundante de los desarrollos, algo que hace largo tiempo ya que se olvidó, al igual que la etiqueta de vulgaridad que se impuso con demasiada rapidez a esta última partitura sinfónica de Chaikovski.
La Sexta de Chaikovski es sin duda un formidable florete para la Orchestra Filarmonica della Scala. La hemos oído muchas veces, y sin embargo, también en este caso uno se sorprende, casi con avidez, por la extrema calidad de la interpretación y la carga emocional que destila.
Apropiación
Chailly se apropia de esta música tan bien como un músico ruso. Tiene la visión, la desmesura, tanto como el sentido de la proporción, que se consigue a través de un gesto ahora más relajado, que saca su savia de la formidable concentración de sus músicos.
Desde el murmullo apagado de los contrabajos, como surgiendo de la nada, hasta las páginas finales hundiéndose en esa misma nada y desesperación, la interpretación fue de una maestría vibrante; habría merecido ser grabada para inmortalizarla.
La fiebre, las explosiones de sonido y las sacudidas de todo tipo en el primer movimiento (Adagio – Allegro non troppo), del que destacan las intervenciones del clarinete. El Allegro con grazia del segundo movimiento, un curioso vals de cinco tiempos en el que no se aprieta nada. El ímpetu del Allegro molto vivace, un pseudo scherzo cuya mordacidad refuerza aquí su lado frenético, que la sección media corrobora con una alegría verdadera-falsa, casi caricaturesca en este caso, hasta los clamores finales de toda una orquesta incandescente, tan magistral, que deja sin palabras.
¡Tanto dolor!
En el Finale: Adagio lamentoso, que se hunde en una tragedia exacerbada, las intervenciones de los violonchelos, exhalan una queja desgarradora desde el centro de la orquesta. Es entonces cuando se comprende cuánto sentido aporta la disposición de las secciones de cuerda -violonchelos junto a violines I, violas junto a violines II, contrabajos en el extremo derecho del espectro- a la búsqueda de una espacialización de la grave sonoridad.
La fabulosa pátina de una orquesta excepcional da una sensación de plenitud, que se percibe en la pequeña armonía, los metales sin rigidez y las cuerdas de extrema flexibilidad, hasta los ocho contrabajos de rara expresividad. En el saludo final, Riccardo Chailly permaneció como en un segundo plano ante sus músicos. Simplemente fueron ellos, quienes le permitieron hacer de esta presentación algo memorable. El público se levantó lentamente de sus asientos, como si estuviera todavía bajo los efectos de una hipnosis, para ovacionar hasta el paroximso al maestro Chailly y a la impresionante Filarmonica della Scala.
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