España - Madrid

Christian Zacharias: en busca de una niñez soñada

Pelayo Jardón
jueves, 23 de febrero de 2023
Christian Zacharias © Fundación Scherzo Christian Zacharias © Fundación Scherzo
Madrid, martes, 7 de febrero de 2023. Auditorio Nacional de Música. Christian Zacharias, piano. Piotr Ilich Chaicovsqui: Las estaciones op. 37. Franz Schubert: Sonata D 850
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Tres obras ofreció Zacharias en su recital: la Sonata Gasteiner de Schubert, Las estaciones de Chaicovsqui y, como propina, La plus que lente de Debussy; tres obras que, encuadradas en apenas el lapso de noventa años, representan tres hitos en la historia del pianismo romántico: sus albores, su esplendor maduro y un nostálgico requiescat in pace.

Compuesta por Chaicovsqui entre finales de 1875 y la primavera de 1876, Las estaciones es una serie de doce obras, cada una de las cuales representa un mes del año. Primas hermanas de las Piezas líricas de Grieg; herederas también, como otras obras de Chaicovsqui, de ese estilo Biedermeier que, muy a su pesar, personificaría Schumann; comparten con este y con aquellas esa atmósfera de recogimiento doméstico, de improvisaciones pergeñadas a la luz de felices hallazgos poéticos.

Precisamente es esta la impresión que transmite Christian Zacharias: una sensación de calidez e intimidad, de cercanía. Haciendo abstracción de lo frío e impersonal de una sala de conciertos, espacio para el cual estas obras nunca fueron concebidas, Zacharias parece tocar en petit comité. Para ello se sirve de una técnica basada en una auténtica -o sabiamente lograda- sencillez. Rehúye la prosopopeya, la pedantería: no hay en él fríos alardes de virtuosismo; los pasajes más complejos parecen abordados con una aparente facilidad. Tampoco hay rastro de narcisismo autocomplaciente, ni un ego que, distorsionándolo, se superponga al mensaje musical.

En este sentido constituye un auténtico privilegio escuchar Las Estaciones a cargo de alguien que realmente conoce y respeta su sentido prístino. Un toque superlegato y un generoso uso del pedal de resonancia confieren a su interpretación una especie de sfumato leonardesco, una pátina mágica, como ese aura que envuelve los cuentos infantiles y que era tan cara a Chaicovsqui.

Esta perspectiva de ingenuidad ante lo extraordinario, de ternura sin almíbar es la que borda Zacharias en piezas como la célebre Junio (Barcarola), la triste Canción de Otoño (Octubre) y la más triste aún Canción de la Alondra (Marzo). Parece que Arrau reprochaba a Godowsky que jamás sobrepasara el mezzoforte. Pues gracias a Dios, le contestamos. De modo similar, las dinámicas de Zacharias no son agresivas; sus fortissimi quizá les resulten a algunos simplemente forte, pero jamás, ni siquiera en algunas piezas con pasajes eminentemente percutivos, como Febrero (Carnaval) o Septiembre (La caza), tendremos que lamentar esos chillidos sin peso con los que algunos tratan de enmascarar su falta de sutileza o de gusto.

La guinda a estas Estaciones la representa Diciembre (Navidad), un precioso vals en la bemol mayor, en la línea de las danzas ligeras de otros compositores, como Arensky o Riccardo Drigo, pero interpretado por Zacharias con la suntuosidad y melancolía que caracteriza, hasta en las piezas más frívolas, la música de ballet del propio de Chaicovsqui.

En la Sonata D 850 de Schubert, uno de los trabajos más largos y ambiciosos para piano solo del compositor vienés, Zacharias, como Virgilio a Dante, continuó guiando al público por los parajes del Biedermeier con una versión muy personal de la obra, alejada de la maniera historicista. Su sonido no resulta turbio, pero -habida cuenta del referido uso del pedal- tampoco brillante, sino denso. Es evidente que el pianista otorga preferencia al conjunto de la masa sonora, sobre la nítida diferenciación de las voces.

Tampoco hubo aquí exhibicionismo técnico, ni siquiera en ciertos pasajes de bravura, como en la interminable sucesión de tresillos del final del primer movimiento. Zacharias, por el contrario, se preocupa en subrayar otras cuestiones, como esas inesperadas y sombrías modulaciones que nos depara Schubert, el control de las gradaciones dinámicas, o el contraste conceptual entre pasajes de diversos caracteres. De igual modo que decíamos que sus fortissimi no suenan agresivos, no por ello sus pianissimi son esmirriados o de alfeñique. Al contrario, hasta en las filigranas más delicadas Zacharias emplea un toque carnal, elástico y mullido.

Finalmente escuchamos La plus que lente, vals compuesto por Debussy en 1910 y que representa el canto del cisne de esa Belle Époque que ya periclitaba y que había de morir definitivamente con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Aunque coetáneo a la publicación de los Preludios, por su lánguido espíritu de salón está más cerca de algunas de las obras de juventud de Debussy, como las Arabesques, o la Valse romantique.  En una obra tan conocida, tan traída y llevada por los más conspicuos pianistas, no es fácil descollar, pese a lo cual Zacharias sí lo hizo. Lo consiguió ofreciendo algo nuevo y también sorprendente en ese estilo suyo cálido, envolvente, de empastada sonoridad. Este vals en sus manos, más que música, se transfigura en una bruma matizada por luces agónicas, un canto de sirena que se escucha a través del perfume, del humo y de la bruma.

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