España - Madrid
Christian Zacharias: en busca de una niñez soñada
Pelayo Jardón
Tres obras ofreció Zacharias en su recital: la Sonata Gasteiner de Schubert, Las estaciones
de Chaicovsqui y, como propina, La plus que lente de Debussy; tres obras
que, encuadradas en apenas el lapso de noventa años, representan tres hitos en
la historia del pianismo romántico: sus albores, su esplendor maduro y un
nostálgico requiescat in pace.
Compuesta por Chaicovsqui entre
finales de 1875 y la primavera de 1876, Las
estaciones es una serie de doce obras, cada una de las cuales representa un
mes del año. Primas hermanas de las Piezas
líricas de Grieg; herederas también, como otras obras de Chaicovsqui, de
ese estilo Biedermeier que, muy a su
pesar, personificaría Schumann; comparten con este y con aquellas esa atmósfera
de recogimiento doméstico, de improvisaciones pergeñadas a la luz de felices
hallazgos poéticos.
Precisamente es esta
la impresión que transmite Christian Zacharias: una sensación de calidez e
intimidad, de cercanía. Haciendo abstracción de lo frío e impersonal de una
sala de conciertos, espacio para el cual estas obras nunca fueron concebidas,
Zacharias parece tocar en petit comité. Para ello se sirve de una técnica
basada en una auténtica -o sabiamente lograda- sencillez. Rehúye la
prosopopeya, la pedantería: no hay en él fríos alardes de virtuosismo; los
pasajes más complejos parecen abordados con una aparente facilidad. Tampoco hay
rastro de narcisismo autocomplaciente, ni un ego que, distorsionándolo, se
superponga al mensaje musical.
En este sentido
constituye un auténtico privilegio escuchar Las
Estaciones a cargo de alguien que realmente conoce y respeta su sentido
prístino. Un toque superlegato y un
generoso uso del pedal de resonancia confieren a su interpretación una especie
de sfumato leonardesco, una pátina
mágica, como ese aura que envuelve los cuentos infantiles y que era tan cara a
Chaicovsqui.
Esta perspectiva de
ingenuidad ante lo extraordinario, de ternura sin almíbar es la que borda
Zacharias en piezas como la célebre Junio
(Barcarola), la triste Canción de
Otoño (Octubre) y la más triste aún
Canción de la Alondra (Marzo). Parece que Arrau reprochaba a Godowsky que
jamás sobrepasara el mezzoforte. Pues
gracias a Dios, le contestamos. De modo similar, las dinámicas de Zacharias no
son agresivas; sus fortissimi quizá
les resulten a algunos simplemente forte,
pero jamás, ni siquiera en algunas piezas con pasajes eminentemente percutivos,
como Febrero (Carnaval) o Septiembre (La caza), tendremos que
lamentar esos chillidos sin peso con los que algunos tratan de enmascarar su
falta de sutileza o de gusto.
La guinda a estas Estaciones la representa Diciembre (Navidad), un precioso vals en
la bemol mayor, en la línea de las danzas ligeras de otros compositores, como
Arensky o Riccardo Drigo, pero interpretado por Zacharias con la suntuosidad y
melancolía que caracteriza, hasta en las piezas más frívolas, la música de
ballet del propio de Chaicovsqui.
En la Sonata D 850
de Schubert, uno de los trabajos más largos y ambiciosos para piano solo del
compositor vienés, Zacharias, como Virgilio a Dante, continuó guiando al
público por los parajes del Biedermeier
con una versión muy personal de la obra, alejada de la maniera historicista. Su sonido no resulta turbio, pero -habida
cuenta del referido uso del pedal- tampoco brillante, sino denso. Es evidente
que el pianista otorga preferencia al conjunto de la masa sonora, sobre la
nítida diferenciación de las voces.
Tampoco hubo aquí exhibicionismo técnico, ni siquiera en
ciertos pasajes de bravura, como en la interminable sucesión de tresillos del
final del primer movimiento. Zacharias, por el contrario, se preocupa en
subrayar otras cuestiones, como esas inesperadas y sombrías modulaciones que
nos depara Schubert, el control de las gradaciones dinámicas, o el contraste
conceptual entre pasajes de diversos caracteres. De igual modo que decíamos que
sus fortissimi no suenan agresivos,
no por ello sus pianissimi son
esmirriados o de alfeñique. Al contrario, hasta en las filigranas más delicadas
Zacharias emplea un toque carnal, elástico y mullido.
Finalmente escuchamos La
plus que lente, vals compuesto por Debussy en 1910 y que representa el
canto del cisne de esa Belle Époque que ya periclitaba y que había de morir
definitivamente con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Aunque coetáneo
a la publicación de los Preludios,
por su lánguido espíritu de salón está más cerca de algunas de las obras de
juventud de Debussy, como las Arabesques,
o la Valse romantique. En una obra tan conocida, tan traída y
llevada por los más conspicuos pianistas, no es fácil descollar, pese a lo cual
Zacharias sí lo hizo. Lo consiguió ofreciendo algo nuevo y también sorprendente
en ese estilo suyo cálido, envolvente, de empastada sonoridad. Este vals en sus
manos, más que música, se transfigura en una bruma matizada por luces agónicas,
un canto de sirena que se escucha a través del perfume, del humo y de la bruma.
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