España - Castilla y León
Esencias
Samuel González Casado
Fantástico el segundo concierto
de la sociedad de conciertos La Filarmónica en Valladolid, cuajado de aciertos
que invitaron a disfrutar de la música sin sobresaltos en perfecta comunión con
el maravilloso sonido de la orquesta Mozarteum de Salzburgo, un clásico en la
obras del programa que llevó a los atriles. Es un grupo en el que el equilibrio
y la calidad individual de los músicos resultan asombrosos, donde la brusquedad
no existe y la flexibilidad da pie a la libertad más absoluta dentro de un
estilo perfectamente reconocible.
Esto, de sobra sabido, no
planteaba muchas dudas; sí lo hacía, en mi caso, el carácter que Pinnock, una
de las leyendas de la interpretación conocida como históricamente informada,
daría a la primera parte de concierto. Pero la dudas empezaron a disiparse con
el amplio vuelo de Coriolano, en
una versión cuya intensidad residió en el sabio manejo de multitud de detalles en los fraseos y en
las dinámicas, tan sutiles como efectivos. No fue la versión de mi vida, pero
el trabajo excepcional la hizo interesante cada segundo.
Pinnock acierta (¡qué alivio!) cuando
concibe el Concierto para piano n.º 3 de Beethoven como una obra
plenamente romántica: la dirección, repleta de agitación y contrastes, lo dejó
claro desde la primera blanca. Perfecta consonancia en ese sentido la de la pianista
exretirada Maria João
Pires, fiel a su estilo en el que el sonido será redondo y bonito o no será.
Algo tímida en el primer movimiento y con alguna dificultad en las
semicorcheas, hizo que la orquesta ralentizara levemente el tempo en
algún momento y se le escapó alguna nota falsa. Salvo eso, estuvo impecable, y
en el Largo conectó magistralmente con el concepto de Pinnock, para
dejar volar la imaginación seguidamente en el Rondó Allegro, donde
destacó el protagonismo de la mano izquierda y una utilización del pedal que no
será del gusto del todo el mundo pero que le hizo conseguir efectos que dieron
mucha frescura a este movimiento, si dejamos aparte algunos truquillos que en
un contexto tan estupendo no supusieron algo que merezca la pena criticar.
Pinnock cambió radicalmente de
registro para una Júpiter fulgurante: más reconocible como maestro del
historicismo, adoptó un estilo caracterizado por tempi muy vivos y un
fraseo repleto de contrastes rápidos, aunque no bruscos. Porque ahí estaba la
orquesta Mozarteum, dueña evidentemente de una tradición que supo adaptarse a
Pinnock para dar lugar a una simbiosis en la que distintos estilos convergieron
muy felizmente, en una especie de concentración de esencias transparente e
intensa a la vez. Memorable todo el asunto contrapuntístico del Molto
Allegro, una maravillosa ocasión para percibir sin tener que aguzar el oído
el complicado juego que Mozart nos propone, que parte esencialmente de conseguir
algo así como que el interior de un motor Otto sea divertido.
Concierto perfecto, pues, para
relajarse y disfrutar, si obviamos una notas al programa de La Filarmónica absurdas
(que alguien me explique qué significa “La composición de una sinfonía era para
Mozart un momento de joya”, porque parece la traducción automática de un
audiolibro para lactantes). Los asistentes a la sala sinfónica, que registró
pobre entrada en relación a lo que se ofrecía, merecían un poco de respeto. A
ver si se consigue algún día, porque la vergüenza ajena no es la mejor
compañera de butaca.
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