España - Galicia
La espesura como programa, la individualidad como derecho
Alfredo López-Vivié Palencia
Llevaba muchos años sin escuchar a la Orquesta Nacional de España, y me hacía especial ilusión reencontrarme con ella esta noche, porque profeso la fe bruckneriana (entiéndase la fe orquestal), porque he leído muchos y elogiosos comentarios acerca del buen nivel de la ONE desde que en 2014 David Afkham (Friburgo, 1983) asumió el mando de la nave, y porque yo mismo guardo buen recuerdo de sus conciertos como director invitado con la Real Filharmonía de Galicia. Pues mi gozo en un pozo: salí de la función con el convencimiento de que me habían servido dos generosas raciones de espesura.
En las notas al programa de mano, firmadas por Teresa Cascudo, leo que el veterano compositor Benet Casablancas (Sabadell, 1956) a la hora de escribir manifiesta que no sólo tiene en cuenta a la crítica o a la parte de la audiencia más proclive a la creación contemporánea, sino también a la audiencia en general, la que paga su entrada o su abono “que son, en última instancia, quienes hacen posible la vida musical.” Con dos premisas: una, su propia “individualidad como creador”, traducida en que no se trata de “hacer concesiones sólo para facilitar la escucha, sino de tener siempre presente la inteligibilidad del discurso”; y otra, la individualidad de cada persona que asiste al concierto, cada una con su bagaje de experiencias y sensibilidades que “de forma inevitable, son únicas e imposibles de compartir.”
Me alegra, y mucho, leer esas opiniones de un compositor actual, por cuanto tienen de consideración hacia el público. Pero recojo el guante: ya que pago mi entrada y contribuyo a “hacer posible la vida musical”, puedo mostrar abiertamente que me resulta “imposible de compartir” mi experiencia y mi sensibilidad con su Concierto para violín, encargo de la ONE estrenado la semana pasada en Madrid por los mismos intérpretes de esta noche, que son a su vez los dedicatarios de la obra. Vaya por delante decir que soy el primero en respetar el trabajo de Casablancas en una pieza larga (veinticinco minutos), cuya estructura queda clara -nominalmente son cinco partes que se tocan sin solución de continuidad aunque en la escucha se reducen a un amplio movimiento lento, una breve cadencia y un final más ligero-, y que revela el conocimiento de su autor acerca de las posibilidades tanto del instrumento solista como de la orquesta (presentada en orgánico completo más piano, celesta, arpa y percusión reforzada).
Reconozco también que, a pesar de tener a su disposición semejante despliegue de medios, Casablancas da preferencia al componente tímbrico de la orquesta (la marimba y el arpa nunca fallan a estos efectos), y eso ayuda a la digestión de una obra dificilísima en lo técnico y espesa en lo conceptual. El lenguaje no es en absoluto asequible al común de la audiencia -nada de concesiones-, aunque tampoco me parece de los más radicales. Hay exceso de tiempos lentos -que ocupan más de las dos terceras partes de la obra-, hay discurso retorcido de la parte solista, hay relleno aquí y allá de la percusión no afinada por el mero hecho de emplearla, y hay la socorrida inspiración del autor en una obra extra musical -en este caso un cuento de H.G. Wells- que ni quita ni pone rey. Pero al menos no identifiqué ningún sonido que no procediese del normal tañer de cada instrumento. No debí ser el único en pensar así, porque al terminar la interpretación los aplausos más efusivos fueron los del propio compositor cuando subió al escenario.
Con todo, la interpretación fue sobresaliente. A Afkham se le vio seguro y preciso, favoreciendo precisamente la tímbrica de la obra, y la orquesta respondió con un sonido limpio y valiente (era la quinta vez que la tocaban en ocho días). Leticia Moreno (Madrid, 1985) se ganó sus garbanzos con creces. Estoy convencido de que las dio todas, y todas en su sitio, aunque ese sitio hubiera que encontrarlo en lugares inhóspitos. Mostró un aplomo a toda prueba, concentrada en las sábanas de cuatro o cinco páginas que tenía en el atril (y que iba dejando cuidadosamente en el suelo) porque la partitura no le da respiro. Y mostró la profesionalidad de las grandes cuando se le rompió una cuerda de su instrumento, y rápidamente intercambió su violín con el del concertino al tiempo que tarareaba los escasos compases que no pudo tocar, de manera que terminó la pieza con un instrumento ajeno (mientras su precioso Gagliano iba de atril en atril hasta que desapareció de escena).
Y ahora correspondo el respeto de Casablancas para conmigo: según sigo leyendo en las notas, fue él quien sugirió a Afkham que pusiese la Sexta Sinfonía de Anton Bruckner junto a su estreno. Le alabo el gusto. La Sinfonía en La mayor es la más fácil de su colección: por su “brevedad” y porque no presenta abismos de trascendencia (ni siquiera en el Adagio); al contrario, es una obra animosa, sin complicaciones, casi diría que festiva. Sin embargo, Afkham no lo entendió de ese modo. Admiro su gesto económico y elegante, así como el entendimiento cómplice con sus músicos; pero su interpretación me pareció cargante, y no por los tiempos (la cosa duró lo que tenía que durar, cincuenta y cinco minutos), sino por la espesura sonora que se empeñó en aplicar de principio a fin (el gesto de Afkham es también monótono).
Esto ya se vio desde el comienzo, cuando el tema de violonchelos y contrabajos sonó con tono amenazador y con una grandiosidad impropia de su contexto. Desde luego que la cuerda grave me pareció -con diferencia- lo mejor de la ONE (qué poderío de los contrabajos), pero el abuso que de ella hizo Afkham lastró su versión al obligar a todos los demás a imitarles. No hubo gradación de dinámicas y cualquier crescendo comenzaba ya en forte (la modulación en la cima del primer movimiento quedó desdibujada); en las explosiones los violines perdían el empaste y los metales (particularmente las trompas) sonaban no del todo templados; la extensa conclusión del mismo movimiento careció de impulso justamente porque el famoso “ritmo Bruckner” se dio a paso -o mejor, a peso- de paquidermo; la innecesaria intensidad del Adagio se llevó por delante su lirismo (ese solo de oboe es simplemente terrenal, no metafísico); el Scherzo sí salió con buen brío, pero en el Trio Afkham estuvo soso; y el Finale culminó con los decibelios a borbotones aunque sin la necesaria aireación ni frescura (de nuevo, el recuerdo del tema inicial fue casi inaudible dentro del magma orquestal).
Y no me vale la excusa de la pobre acústica de esta casa, porque aquí mismo se escuchó hace mes y medio una Séptima igual de potente a la vez que perfectamente limpia. Pero el público acogió con entusiasmo la interpretación, así que invoco de nuevo a mi individualidad para discrepar humildemente.
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