España - Andalucía
La Aida del 150 aniversario
José Amador Morales
El 13 de abril de 1873 la ciudad de Córdoba se paralizó para contemplar la puesta en marcha del Gran Teatro diseñado por el arquitecto salmantino Amadeo Rodríguez que esa noche se inauguró con la ópera Martha de Friedrich von Flotow.
Ciento cincuenta años después se ha perdido la ocasión de celebrar tan importante aniversario el mismo día exacto y - ¿por qué no? – con esa misma obra, teniendo en cuenta que hasta la propia Orquesta de Córdoba ofreció ese día un concierto de abono y por la mañana la Reina hacía entrega de unos premios en el mismo recinto).
El caso es que dos semanas después, y dentro de las actividades conmemorativas, subía a escena Aida de Verdi prácticamente treinta años después de su última puesta en escena en el Gran Teatro, entonces a cargo de la Ópera de Minsk, y ciento cuarenta de su estreno a cargo del tenor Enrico Tamberlick. Entre otras funciones señeras de este título verdiano en el escenario cordobés encontramos las protagonizadas tanto en 1905 como en 1906 por el gran tenor Francesc Viñas.
Al menos no se ha perdido la oportunidad, esto sí, de dedicar las funciones al gran tenor cordobés Pedro que falleció el pasado 2 de abril sin prácticamente eco local ni a nivel mediático ni institucional, en contraste con la respuesta que sí ha tenido a nivel nacional e internacional.
Lavirgen labró una gran carrera en los principales coliseos de todo el mundo (Covent Garden de Londres, Scala de Milan, Metropolitan de Nueva York, Bellas Artes de Méjico, Colón de Buenos Aires, Ópera de Roma, Arena de Verona, Liceo de Barcelona…) gracias su gran voz de tenor lírico spinto dotada de un metal único y, sobre todo, de una entrega incuestionable sobre el escenario.
Precisamente Radamés fue una de sus grandes creaciones como lo fueron Calaf, Manrico, Don José, Arrigo, Canio, Cavaradossi, Don Álvaro, Otello, Jorge, Fernando, etc. Con estos dos últimos debutó en el Gran Teatro de Córdoba en 1961 al que acudió en numerosas ocasiones como en la recordada Tosca “del centenario” en 1973 y en la Carmen de 1990, la última ópera que interpretó sobre un escenario.
Al comenzar la función nos encontramos con otro de los titulares de la noche, que tuvo lugar nada más aparecer por el foso Carlos para hacerse cargo de la dirección musical de la obra. Lo hacía al frente de la Orquesta de Córdoba por primera vez tras la fulminante ruptura del contrato como su director titular por parte de la gerencia de la misma apenas unas semanas antes sin dar prácticamente explicaciones ni al público ni al interesado. Así pues, la ovación de bienvenida fue extendiéndose en el tiempo más de lo habitual, comenzando a incrementarse en intensidad hasta que se sucedieron las aclamaciones que por más de un minuto obligaron al director a saludar varias veces. Una reacción por parte del público cordobés que, repetida en la segunda función, indudablemente debe entenderse como un claro respaldo al trabajo que Domínguez-Nieto ha venido desarrollando en sus cinco años al frente de la Orquesta de Córdoba. Y un gesto al que desde aquí nos sumamos, lamentando lo mucho que nuestra ciudad va a perder dejando marchar en plena temporada al mejor director con el que ha contado la orquesta cordobesa en sus treinta y un años de vida, en términos puramente artísticos.
En cualquier caso, al final de la representación la respuesta del público fue - aún si cabe - más elocuente. Y es que musicalmente la dirección de Domínguez-Nieto fue extraordinaria en todos los sentidos, logrando una lectura de la partitura verdiana de gran elegancia, teatralidad y belleza desde el primer compás. De la misma forma, el director madrileño demostró su gran capacidad para acompañar tanto a los cantantes como a unos conjuntos cuyas virtudes y límites conoce a la perfección, pues ha trabajado con ellos intensamente a lo largo de las últimas temporadas. Por otra parte, el cuidado en los pasajes más íntimos (ya de partida, por ejemplo, en el breve dúo inicial entre Ramfis y Radamés) y el brillante control no exento de una acertada vehemencia en los más enfáticos, dio lugar a un equilibrado contraste que tuvo su máximo exponente en el clímax dramático del tercer acto (precioso el exótico interludio inicial) y su resolución en el cuarto. En definitiva, Domínguez-Nieto puso el listón artístico a tal altura que se alzó como el gran triunfador de una noche en la que se despidió de los cordobeses con el honor que le fue negado en los despachos.
A nivel general poco puede reprocharse a unos solistas convocados apenas tres meses antes de estas funciones. La gran apuesta local en este caso era el protagonismo de Lucía . A priori su voz parece encajar con papeles líricos de menor peso dramático (Micaela, Liù, Nannetta, Pamina, Musetta…). La Aida verdiana requiere un instrumento lírico con un centro dotado de una importante anchura y unos graves mínimamente suficientes, amén de un talento interpretativo capaz de recrear los vaivenes emocionales que le supone su relación con Radamés, su rivalidad con Amneris, el condicionante paterno, etc.
Tavira en cualquier caso puso su gran musicalidad, atractivo timbre e importante volumen al servicio de una interpretación que sacó adelante, aunque no sin dificultades. Y es que la soprano cordobesa, aclamada como es lógico al final de la función, carece del registro central-grave necesario para frasear y cincelar expresivamente un personaje cuya caracterización fue algo lineal y evidentemente, al ser su primer papel escénico de envergadura, tiene mucho margen de mejora a nivel actoral.
A su lado Eduardo sorprendió de partida con un Radamés un instrumento de gran proyección y cierto empuje si bien de fraseo imposible, afinación deficiente y escénicamente limitado.
La Amneris de Maribel Corbacho resultó eficaz y de caracterización monolítica a despecho de una voz un tanto estentórea y de emisión desigual.
Javier Franco aportó el más alto grado de cordura idiomática de todo el reparto y su Amonasro fue cantado con verdadero acento verdiano (¡la parola scenica de Verdi!) y entrega sin fisuras. Francisco Santiago aportó su habitual profesionalidad en un Ramfis y Alejandro López fue un Rey de gran rotundidad vocal. Excelentes tanto el mensajero de Raúl Jiménez como la sacerdotisa de Ana Sanz.
Muy bien el Coro que, hábilmente dirigido por Carlos Castiñeira, ya había superado con nota varias pruebas de fuego en las últimas temporadas (La Pasión según San Mateo o el Oratorio de Navidad de Bach, la Misa Solemnis de Beethoven, zarzuelas varias…) y no iba a ser esta ocasión para menos, sabiendo compensar con afinación y exquisita musicalidad cierta falta de rotundidad y consistencia.
No dedicaremos mucho espacio a la propuesta escénica de Daniele Piscopo, todo un desconcertante “quiero y no puedo” de elementos anacrónicos, ausencia absoluta de dirección de actores, errática iluminación y un desagradable aire kitsch, como a obra de fin de curso, en vestuario y escenografía.
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