España - Galicia

Feliz debut para un programa infeliz

Alfredo López-Vivié Palencia
miércoles, 17 de mayo de 2023
Andreas Ottensamer © 2023 by Katja Ruge Andreas Ottensamer © 2023 by Katja Ruge
Santiago de Compostela, jueves, 11 de mayo de 2023. Auditorio de Galicia. Real Filharmonía de Galicia. Andreas Ottensamer, clarinete y dirección. Felix Mendelssohn: Suite de Lobgesang, op. 52, y Canciones sin palabras (arr. A. Ottensamer) opp. 19 nº 6, 30 nº 4, 30 nº 6, 62 nº 6, y 102 nº 4; Piotr Illich Chaicovski: Sinfonía nº 1 en Sol menor, op. 13 “Sueños de invierno.” Ocupación: 90%
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Andreas Ottensamer (Viena, 1989) es uno de los clarinetistas principales de la Orquesta Filarmónica de Berlín, de la que es miembro desde 2011 (es decir, a los veintidós años de edad). Su hermano Daniel ocupa idéntico puesto en la Filarmónica de Viena, sucediendo a su padre Ernst: un ejemplo más de las dinastías de músicos que pueblan los atriles de la célebre orquesta austríaca desde su fundación en 1842. Hace un par de años que Andreas compagina su empleo con la dirección de orquesta, y a juzgar por lo visto y oído esta noche creo que también hará carrera con la batuta. Su formación es suficiente (también estudió el violonchelo), está acostumbrado a la presión (no le queda otro remedio trabajando donde trabaja), tiene talento (enseguida se lo cuento), y encima es joven, esbelto y guapo (nos guste o no, ahora esos requisitos son imprescindibles).

La primera parte del concierto consistió en un “pasticcio” (nombre técnico sin connotaciones peyorativas) con dos obras de Mendelssohn. De una parte los números puramente instrumentales de su Segunda Sinfonía, y de otra, alternando con ellos, una selección de las Canciones sin palabras en arreglo del propio Ottensamer para clarinete y orquesta de cuerda. La mezcla resulta inteligente, aunque la cosa no tuviera más relevancia que la de una ñoñez: la única gracia de escuchar Lobgesang estriba en comprobar por qué no se toca nunca (es un aburrimiento), y los Lieder ohne Worte son miniaturas muy delicadas que no molestan a nadie.

A Ottensamer le bastó, pues, negociar con solvencia los números orquestales, y después tocar al clarinete unas melodías sencillas y encantadoras. En los primeros costó que los trombones entrasen en calor, pero en conjunto la interpretación sonó competente. En las segundas, el arreglo para las cuerdas se limitó casi siempre a su intervención en pizzicato (no es un reproche, sino una adaptación apropiada al carácter de las piezas), de modo que Ottensamer pudo dedicarse a su instrumento sin tener que estar demasiado pendiente de la orquesta. Me esperaba un sonido redondo y un fuelle sobrado, y así fue; lo que no me esperaba fueron unos pianísimos tan largos y tan elegantes que obligasen al público a contener la respiración. Lo dicho: una ñoñez, pero preciosa.

La Primera Sinfonía de Chaicovski no es una ñoñez, sino un tostón de tres cuartos de hora. Ciertamente, el Adagio consigue a ratos un clima de ensoñación bastante logrado, y el Scherzo es fluido y conciso; pero cuánto esfuerzo malgastado hay en los otros dos movimientos –repeticiones machaconas en el primero, transiciones eternas en el último- hasta que su autor acertó con las ideas principales. Sin embargo, la interpretación de Ottensamer fue de sobresaliente: gesto limpio y diferenciado en ambas manos que transmitía seguridad a la Real Filharmonía (esas cosas se ven y se notan); capacidad para adaptarse al tamaño de la orquesta y conseguir buen empaste en la cuerda, presencia suficiente de las maderas y contención en el metal (mi particular enhorabuena a las trompas); y finura para dar una versión convincente de la obra, gracias a un pulso que le permite solazarse en el tiempo lento y no atropellarse en los episodios veloces.

De todos modos, una cosa es que esta obra muestre los signos de una inmadurez que para Chaicovski en 1867 era inevitable, y otra que el compositor no quisiese finalizarla de manera brillante (en su acepción más ruidosa): para eso estaban en el escenario las once fanfarrias y los tres percusionistas. Pero también tres contrabajos y cuatro violonchelos. Lo cual da idea de la desproporción que llevó a Ottensamer –con buen criterio- a prescindir de esa brillantez en pos de la belleza sonora (es verdad que en la conclusión permitió algo más de potencia en el metal, pero los platillos apenas se escucharon como el “charles” de una batería, mientras el bombero -o bombista- se limitaba a acariciar su instrumento sin producir sonido alguno). Así que felicidades a quien tuviese la idea de traer a Ottensamer, y tirón de orejas a quien programase esta pieza.

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