España - Madrid
Teatro RealCosmopolita, polifacética y mítica
Pelayo Jardón
Cosmopolita, polifacética y mítica, Pauline Viardot es una
de las luminarias del romanticismo musical europeo. Evocar su nombre es como abrir
un viejo álbum encuadernado con tafilete: entre reliquias de la Malibrán y daguerrotipos
de Chopin, aún queda algo del perfume de Clara Schumann sobre un fondo
novelesco digno de George Sand e Iván Turguenev. Conocida hoy en día por muy pocos,
Pauline Viardot-García, mezzosoprano legendaria y compositora de raíces
españolas, merece ser rescatada del olvido, rehabilitada a los ojos del gran
público.
Y esto es lo que han hecho en el nuevo Real Teatro de El
Retiro, situado en el rehabilitado cuartel de artillería de Daoíz y Velarde,
dentro de la iniciativa del Teatro Real de difundir producciones musicales de
calidad entre el público infantil. Como las mañanas precedentes de otros
sábados y domingos, muchos niños y niñas se congregaron allí expectantes con
motivo de la puesta en escena de La Cenicienta,
opereta de salón, compuesta por Pauline Viardot para siete cantantes y un
pianista-director.
Aunque sigue grosso modo las líneas del relato de Perrault, el libreto, subrayando la comicidad de los personajes, resulta mucho menos dramático y más divertido. La obra fue estrenada en 1904, cuando la Viardot tenía ochenta y cuatro años, en una de las soirées musicales que la compositora organizaba en su residencia de la rue de Douai. Por eso la partitura -pese a que el impresionismo ya estaba consagrado en la fecha de su estreno- parece estilísticamente muy anterior en el tiempo, y resulta más acorde con las décadas centrales del siglo XIX. De ahí que, junto a la ilusión propia de los relatos infantiles, se respire en la obra la nostalgia propia de una época que se había sobrevivido a sí misma.
Su espíritu ligero y
la vena melódica, que oscila entre la coquetería, la picante ironía, y la
melancolía edulcorada, son características eminentemente francesas, que por
momentos recuerdan en esta opereta a Gounod, quizá a Delibes. Junto a las cuales
merecen ser destacadas otras influencias, como esa sensualidad italianizante
pasada por el tamiz de salón parisino de los Péchés de Vieillesse de Rossini.
Entretener al público infantil no es fácil y menos con una
obra tan lejanamente musical en el tiempo. Cualquiera se habría arredrado ante
semejante reto, pero los responsables de este han salido airosos del mismo. Su
éxito obedece, por supuesto, al trabajo a los intérpretes, pero muy
especialmente al talento de quienes han concebido esta Cenicienta: a Guillermo Amaya, como director escénico y traductor
del texto al español y a Francisco Soriano, como director musical.
La labor de Guillermo Amaya, así como la del equipo formado por Raquel Porter en el vestuario y el escenógrafo Pablo Menor ha sido imprescindible para actualizar y hacer inteligible y cercana la obra para el público infantil de la tercera década del siglo XXI. Los diálogos conservan la gracia, la delicadeza poética y la chispa humorística del texto original. Y, lo que es más importante, se adaptan de forma natural a la línea melódica y ello pese a las diferencias idiomáticas entre el francés y el español: con los frecuentes malentendidos, juegos de palabras e insinuaciones los niños se desternillaban de risa.
Especialmente cabe destacar en este sentido la vis cómica de las dos hermanas,
Miguelona (Vanessa Cera) y Armelinda (Paola Leguizamón) hijas del advenedizo
barón de Pictordu, genialmente ataviadas como dos chonis de 2023 y cuyas
patoserías y grotescas pretensiones de elegancia arrancaban las carcajadas de
la gente menuda.
En lo que concierne a la parte musical y pianística no podemos sino felicitar a Francisco Soriano. Dejaremos constancia de esa pulcritud gala en los ritmos y en el comedido uso del pedal; de esos gráciles arpegios propios de una cajita de música; de las imprescindibles gradaciones dinámicas que aportan perspectiva a los numerosos trémolos que jalonan la obra. Y, junto a ello, destacaremos sobre todo la elegancia y el sentido de unidad que Francisco Soriano ha sabido imprimir al conjunto de la representación y ese pulso natural, que nunca decae y que confiere a la obra la magia de la vida.
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