Bélgica
Estamos, de los bailarines, hasta los cataplines.
Francisco Leonarte

Es ya un clásico. Cuando una o un director de
escena no tiene ni pajolera idea de qué hacer con una ópera, mete figurantes y
bailarines por doquier. No falla. Cuanta más gente innecesaria sobre el
escenario, menos hondura e inteligencia. Es una regla matemática de la
dirección escénica.
Pues este es un caso de libro.
En la distribución no se menciona a coreógrafo
ni bailarines, sin duda porque deben de venir en el pack con Olivier Py. Y la
verdad, si servidor de ustedes fuera uno de ellos, tampoco yo querría que se
supiera mi nombre: menuda porquería de coreografía, siempre los mismos dos o
tres gestos (ni uno solo más), siempre las mismas vueltas con los brazos en
alto. Eso sí, la presencia de los dichosos bailarines es constante, invasiva,
enervante, injustificada, perfectamente idiota... Los pobres se cubren, pero no
de gloria. Y al espectador irritado sólo le cabe mirar hacia otro lado mientras
suena la música. En ese sentido casi prefiero las toscas producciones de
zarzuela de José Luis Moreno en las que al menos los omnipresentes bailarines
no tienen ínfulas de hacer arte y no se prestan a contrasentidos.
Otra manía imbécil del director de escena:
según Py, un personaje no puede cantar sólo, siempre tiene que cantarle a
alguien que esté en escena. Así, para que Gómez de Feria pueda cantar las
frases que, como un pensamiento, compositor y libretista han previsto que cante
solo, el mentecato de Py hace salir a la reina Catalina (que el propio Gómez de
Feria está esperando) para cantárselas a ella. Y dos escenas después se
presenta a ella como si la viera por primera vez (tal y como está previsto, en
efecto, en el libreto).
Eso sin contar con el gusto por lo obvio: ¿Que
Enrique VIII habla del Papa? Pues sale el Papa por un rincón para que sepamos
que ha hablado de él. ¿Que Enrique habla del amor? Pues sale Ana Bolena por
otro costado y sin que nadie la haya llamado, para que el público sepa que
hablan de ella. ¿Que habla de «hacha» ? Pues un figurante hace como que le
corta la cabeza a Ana Bolena... Y todo así, hasta el contrasentido. Como al
principio de acto se habla de que van a ajusticiar al duque de Buckingham, un
figurante semidesnudo haciendo de Buckingham se queda allí durante todo el
acto. ¿Que Enrique habla de la tortura que es el amor ? Pues Py le impone
al cantante que haga como si torturase al figurante (confundiendo pues la
tortura para Enrique con la tortura por Enrique -cosa que no
tiene nada que ver- ...). En fin, estúpido e innecesario. O innecesario y
estúpido, como ustedes quieran.
Los trajes mezclan alegremente los siglos XVI
y XIX. ¿Por qué? Pues porque a Py le sale así de la entrepierna. No se
trata de un procedimiento muy original, las mezclas de época se llevan haciendo
desde al menos treinta años. Y ambientar la obra en la época de su creación es
recurso igualmente manido hoy en día. Otra cosa es que a veces pueda tener una
justificación (véase la reciente producción de Carmen de Bizet por
Homoki, bastante más inteligente que ésta -cosa que no es muy difícil- ... ).
En el caso de Py-Weitz no hay justificación que valga. Puro capricho estético.
Eso sí, telas brillantes, distribución de colores simplista (rojo para la
amante, negro para la esposa despechada), y diseños sin interés.
Estetizantes son también los decorados del
mismo Weitz. Muy vistosos, eso sí. Con un suelo típico de los efectos de
perspectiva de la pintura renacentista, y con unos paneles movibles muy lustrosos
(han debido costar una pasta gansa). Otra cosa es que el movimiento de dichos
paneles tenga sentido o no -que suele no tenerlo. Los primeros compases de la
obra, por ejemplo, se ven ilustrados con un baile de paneles sin justificacion
ninguna, buscando simplemente epatar al público. De nuevo pues un efecto
gratuito y simplón.
Tienen estos decorados alguna intervención
francamente chusca. Por ejemplo, para significar que Ana va a suplantar a
Catalina, a Py se le ocurre que los figurantes cambien las estatuas de reyes
vestidos por estatuas de diosas desnudas. Así que asistimos a un tejemaneje de
estatuas en plexiglas negro brillante que, si fueran de piedra pesarían
toneladas y tendrían que ser desplazadas con grúas, y que en escena son manipuladas
por dos figurantes que hacen como si aquello pesase un poco. Lo dicho, chusco.
La dirección de actores es de lo peorcito que
este crítico ha visto desde hace tiempo. En ocasiones Py le pide a cantantes o
figurantes que se queden sobre el escenario aunque no intervengan en la escena,
y en tal caso se quedan haciendo monerías, yendo y viniendo sin saber por qué.
Los que cantan parecen tener como única indicación subirse a las mesas, a la
cama (sí, ahora se ha puesto de moda poner un camastro en escena, con que Py
pone también un camastro, faltaría más), a las sillas, para luego bajarse y
volverse a subir. Ninguna fineza, ninguna búsqueda psicológica que corresponda
al refinamiento musical de las arias y dúos de Saint-Saëns. Muy triste ver a
los cantantes-actores tan mal tratados.
En fin, a catalogar entre las puestas en
escena más banalmente idiotas del año.
Y vamos con la música
La partitura de Saint-Saëns es una auténtica
obra maestra. No sobra ni falta una sola nota. Hasta la música de ballet -que
La Monnaie decide servirnos enlatada vía altavoces durante el entreacto en los
pasillos del teatro- es sabrosa.
Con una riqueza melódica muy importante (una
de las grandes bazas siempre de Saint-Saëns), un empleo discreto pero eficaz de
motivos conductores (por supuesto con mucha libertad, a la francesa y no a lo
wagneriano), una sutileza psicológica que sigue con elegancia los meandros de
los personajes y de las situaciones, ricamente orquestada, pensada para el gran
lucimiento de voces imponentes, vista y escuchada en directo sobre un
escenario, Henry VIII se revela una de las grandes obras de su tiempo, a
la altura de Simón Boccanegra, Lakmé, Eugene Oneguin, Manon, Aida o de Hérodiade, por ejemplo. Y, para quien esto
escribe, superior tal vez a Sansón y Dalila, la obra más representada de
su compositor.
Ese es el gran mérito de esta producción,
volver a darle una oportunidad a una obra que inexplicablemente no forma parte
del repertorio.
Y el gran fallo, no haber puesto más medios para que pudiéramos difrutar plenamente de la recuperación. La Monnaie echa la casa por la ventana en lo que se refiere a decorados y puesta en escena en general: otra cosa es que Py haya metido la pata hasta el fondo. Pero en lo que respecta la parte musical, diríase que ha intentado ahorrar un poco...
El belga Lionel Lhote se encarga del papel
titular. Lhote es un barítono más que solvente que ya hemos tenido la
oportunidad de admirar en otros papeles, notablemente un Panurge de Cendrillon
de Massenet hermosamente encarnado, o más recientemente como don Pedro de
Hinoyosa en La Périchole de Offenbach. Tiene sobre todo unos agudos
certerísimos y potentes que lanza como flechas y son muy espectaculares. No
tiene sin embargo una voz grande, ni gran homogeneidad de registros, ni graves
cavernosos. Intenta compensar su falta de empaque vocal con matices y
con una inteligente utilización de sus recursos. Pero fuerza es confesar que la
pésima dirección de actores de Py no le ayuda. Ni tampoco las sospechas de
estar ampliamente microfonado, escuchándosele igual sea cual sea la postura y
el lugar que adopte en el escenario...
Quien esto escribe no conocía a Marie-Adeline
Henry. En los pasajes serenos su voz parece tener un bonito timbre, con una
buena línea de canto. Sólo que dichos pasajes son pocos en un rol atormentado
desde el principio. La cantante ha de poseer un dominio más que notable de sus
agudos y de sus graves, y no es el caso. Los agudos de Marie-Adeline Henry son
todos desabridos y gritones. Todos. Puede que fuera un mal día. Pero en tal
caso el día fue realmente muy muy malo. Poco se pudo salvar si no es la entrega
de la intérprete. Poco más.
Nora Gubisch se ha hecho un sitio en el
panorama lírico a base de entrega, precisamente. Pero su línea de canto no
es nada del otro jueves, sus agudos son destimbrados. El papel le queda grande.
Ejecuta con suficiencia todas las monerías que Py le pide que haga, pero el
papel de Anne de Boleyn le queda definitivamente grande.
No se puede decir nada mucho más halagüeño de
Ed Lyon. Buena planta, cierto, pero emisión problemática, agudos estrangulados,
dificultades constantes. ¿Mal día también? Puede que sí, pero entonces
¡caramba, qué mala suerte que tuvo este crítico de asistir al «mal día» del
tenor, de la soprano y de la mezzo!
Vincent le Texier cumple con su papel de cardenal,
que inevitablemente hace pensar en La juive de Halévy. Su voz está (muy)
cansada, con un fuerte vibrato, pero su emisión es natural y tiene tablas.
Cumple como Legado.
Voces sanas y más que competentes las de
Enguerrand de Hys, Jerôme Vanier...
El coro cumple también. Los hemos escuchado
mejores, y también peores. Línea aceptable, empaste aceptable, inteligibilidad
aceptable. Se mueve en niveles de corrección.
Como correcta suena la orquesta. Tal vez el
sonido de las cuerdas no sea tan compacto y refinado como el de otras
formaciones, pero cumple con creces, y se escucha la música no sólo sin
sufrimientos sino hasta con placer. Alain Altinoglu, cuya labor ya hemos
admirado en otras ocasiones, la dirige dando toda la pasión que es menester,
atento a los distintos situaciones y personajes.
La sala y los micrófonos
La muy bonita sala de La Monnaie, con uno de
los más bonitos techos entre los teatros históricos pintado por Rubé y Chaperon, no es grande (1152
asientos). La acústica parece buena, o no tendría por qué ser peor que la de de
la Opéra-Comique en París, de dimensiones similares.
No entendemos pues, por qué los cantantes han
de ser sostenidos por micrófonos. Sin embargo parece evidente que lo estaban.
Discretamente, pero sin duda.
Como decíamos, cualquiera que fuera la
posición de los cantantes, se les oía igual. Cuando Lionel Lhote se gira hacia
el fondo del escenario cantando en piano, y el sonido es el mismo que cuando
canta en piano hacia el público, es que hay micrófono. Cuando el cardenal es
cubierto de plástico de la cabeza a los pies (sí, otra idea imbécil de la
estúpida puesta en escena) y su réplica bajo el plástico suena exactamente
igual que sus réplicas sin el plástico, es que hay micrófono.
Es irritante, a pesar de la discreción con que
los micrófonos son utilizados, que en un teatro de tales dimensiones se haya de
recurrir a los micrófonos. Es hasta insultante para el público.
Otro aspecto, pues, a anotar en el debe
de esta producción.
Lástima. Con todo esto, uno no dejaba de pensar en los tiempos en que este operón fue recuperado por artistazos como la gran Françoise Pollet y los estupendos Magali Damonte y Alain Fondary en versión de concierto. Tiempos en que tal vez se gastaba más dinero en la parte musical que en los caprichos (frecuentemente idiotas y egóticos) del director de escena de turno...
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