Reino Unido
Don Giovanni torta y tetas
Agustín Blanco Bazán
Marianne Clément ubicó la nueva producción de Don Giovanni que abrió el Festival de Glyndebourne en una sala de hotel rodeada de habitaciones en diferentes niveles donde junto a los personajes entran y salen chicos y chicas que interrumpen la escena con risas, corridas y cachondeos varios. El final del primer acto tiene lugar alrededor de la enorme torta de bodas de Zerlina y Masetto, que al final de la obra vuelve a aparecer semi-comida por un Don Giovanni no solo mujeriego sino también glotón y bebedor, justo antes de su confrontación final con el Comendador. Su credo final (“Vivan le femmine, viva il buon vino! Sostegno e gloria d'umanità”) salió como si estuviera a punto de vomitarlo todo: el vino y la torta.
Otros toques de vulgaridad incluyeron un aria
del catálogo durante la cual los numerosos los cuadros del hall del hotel se
dan vuelta automáticamente para mostrar tetas, muchísimas tetas, casi tantas
que daba la impresión que la regisseur quería equiparar su puesta al número de
mujeres del catálogo de Leporello. También nos agobian con tetonas artificiales
de pantomima las chicas que acompañan a Zerlina en "Giovinette che fatte all’amore". ¿Por qué? ¡Ah! Porque Clement nos
quiere traer a colación La ciudad de las
mujeres de Fellini y para esto convierte a Leporello en una especie de Dr. Katzone el inolvidable personaje de
Marcello Mastroiani. Pero ocurre que a este Leporello de traje y corbata le
faltó siquiera la más mínima pizca de esa mezcla de comicidad y cinismo sin la
cual se derrumba la concepción de la obra como un dramma que también es giocoso.
Glyndebourne nació y vivió por muchos años bajo la fama de un estilo mozartiano ortodoxo e inusual, a saber, el Mozart alemán, exilado de Dresden con Fritz Busch, el primer director musical de este Festival por él lanzado en 1934 en el teatro de la señorial casa de campo de la familia Christie. A diferencia del Mozart vienés, que Busch ironizaba como “de terciopelo y chocolate”, el suyo era terso y de una sobriedad extrema, sin agregados de appoggiatura, cadenza, o adornitos de coloratura insertados para lucimiento personal de los cantantes. Esta sobriedad radical era correspondida con similar disciplina por la dirección escénica de otro exilado, Carl Ebert. Y un tercer exilado, Jani Strasser, se ocupaba de asegurar a rajatabla la preservación de este Mozart inmortalizado en las primeras grabaciones completas de la trilogía Da Ponte.
La casa sigue, ahora remozada con un nuevo teatro construido en 1994, pero -como quedó demostrado con este Don Giovanni- el estilo Mozart de Busch, o cualquier estilo Mozart, ha desaparecido. Empezando por el idioma: las grabaciones de Busch atestan un estilo de recitativo y fraseo uniforme en cantantes ya entonces escogidos como ahora, de un reparto internacional, jóvenes, no muy conocidos pero por ello mismo aptos para formar lo más importante en Mozart, esto es, un ensemble donde ningún cantante sobresalga a expensas de otro.
En este Don Giovanni en cambio cantantes rusos, ucranianos, un polaco y una armenia ensayaron un italiano dispar, poco comprensible y pésimamente fraseado. Solo la Zerlina de la noruega-nicaraguense Victoria Randem y el Masetto del escocés Michael Mofidian fueron claros y comprensibles en intención y significado dramático. Esto no va en detrimento de los demás, todos poseedores de voces importantes pero inapropiadas para este tipo de repertorio, sino para quienes los eligieron. Jani Strasser debe haberse revuelto en su tumba.
Andrey Zhilikhovsky (Giovanni) y Mikhail Timoshenko cantaron con buen timbre pero sin ironía ni sensibilidad, y Venera Gimadieva fue una Anna de frondoso volumen pero similar falta de precisión articulatoria. Mejor contorneada vocalmente fue la Elvira de Ruzan Mantashyan, pero aquí también hubo melodrama en exceso antes que sutileza interpretativa. Del vozarrón del Oleksiy Palchykov (Don Ottavio) puede rescatarse su maravillosa capacidad de legato y fiato en "Il mio tesoro" pero también aquí el volumen y el color vocal desbordaron a expensas de la precisión idiomática. Jerzy Butryn interpretó un comendador de buena impostación y robustez de timbre.
Evan Rogister dirigió con una energía impulsada con furibundos marcados y la Orchestra of the Age of Enlightement lo siguió siempre apresuradamente y sin las variaciones de tempo, dinámicas o detalles orquestales necesarios para lograr una expresividad redonda en materia cromática. Nada pues de sutilezas, sino más bien una sensación de que todos, orquesta y cantantes marchaban apuradamente hacia el final sin detenerse en detalles como la reticencia inicial de Zerlina en "La ci darem la mano", la clara definición de sentimientos contradictorios en el cuarteto "Non ti fidar o misera" o la conmovedora serenidad del comentario orquestal que cierra "Vedrai carino".
Por supuesto que la concepción mozartiana de Busch y Ebert está fuera de moda. Y por supuesto que ya desde la edición Bärenreiter quedó claro que era lícito introducir adornos vocales. Por suerte aquí hubo pocos, dado el apurón del director de orquesta por cocinar la partitura lo antes posible, Pero aún así Ottavio escupió en medio de "Il mio tesoro" un agudo destemplado, como si estuviera cantando "Di quella pira".
En materia musical este fue un Don Giovanni a destacar por lo menos en un sentido, esto es, como ejemplo de los extremos a que es posible llegar cuando se insiste en ignorar un estilo musical coherente a lo largo de toda la obra.
Y por supuesto que todo es factible escénicamente, pero en materia de herejías no queda sino comparar el genio del Don Giovanni de Calixto Bieito con este exhibicionismo sin comicidad, drama o capacidad para perfilar siquiera un personaje con un mínimo de percepción psicológica. Y eso del Don Giovanni en un hotel ya lo hemos visto, en el festival de Salzburgo, en 2014, con regie de Sven-Eric Bechtolf.
En suma: una versión recomendable para quienes, como Don Giovanni, se burlen de cualquier tradición o estilo en cualquier lado, incluido el mismo Glyndebourne. La diferencia es que este burlador de Sevilla sabía lo que quería conseguir. Y lo lograba.
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