Alemania
Con permiso
Esteban Hernández
Tal
cual parece que entraba el veneciano Damiano Micheletto con su nueva producción
en la Staatsoper de Múnich, como pidiendo permiso, sin querer molestar a nadie,
al menos no más de lo que uno estima que el público desearía ante un título que
si por algo (o solo) se caracteriza es por las posibilidades en escena que
concede. Huelga decir que ni al propio Verdi el libreto le hacía tilín. Es
cierto que el cementerio está lleno de valientes, y que los cobardes, pese a
quedarse en la orilla, tienen el privilegio de seguir viendo el agua correr,
pero el mundo de la ópera no está hecho para quienes agachan la cabeza e
intentan ser complacientes. No se debe pedir permiso para alzar el telón.
Michieletto
declaraba en un artículo que no le interesaban ni la mitología ni la arqueología
egipcia, sino que la base de su lectura residía en la humildad de los
personajes, y eso parece que es lo que ha intentado retratar. El caos emocional
que viven los protagonistas del libreto de Ghislanzoni se dirige hacia un
montón de cenizas que comienzan a caer desde los agujeros del techo. Las
cenizas son el resultado del fuego que ha ardido, y de las que supuestamente
puede además surgir una nueva vida, una lectura que para no interesarle la
mitología nos suena a algo.
La
escenografía de Paolo Fantin se resume en una única sala con grandes
ventanales, que podía ser desde un aula hasta un gimnasio -hay atrezo para
ambos- devastada por la guerra, en la que lo más destacable es sin duda la
iluminación de Alessandro Carletti. Michieletto nos muestra así el lado más
amargo -y descontado- de la guerra (con la actual Ucrania presente en fotos en el
programa), situando una historia donde los vencedores ganan en número en la
única perspectiva del derrotado y del que, saliendo victorioso, solo sabe
lamerse y mostrar sus heridas entre las ruinas que él mismo ha provocado. La
marcha triunfal, por poner un ejemplo, estaba presidida por mutilados en
detrimento de los manidos elefantes, para los que evidentemente su tiempo ha
pasado, pero soluciones haylas.
Todo se
concentra y desarrolla en este escueto espacio, con solo una notable
variante, una montaña piramidal de cenizas que se comerá un tercio de la escena
desde del tercer acto y sobre la que basculará todo el final del libreto.
Evidentemente
con este barro solo se puede recoger lodo. Quizás se puede hacer peor, pero
dudo que más desesperante y tedioso.
Aída
(Elena Stikhina) no destacó, quizás por nervios ante la inestabilidad de la
propuesta, y el protagonismo de toda la ópera se centró en la mezzosoprano
georgiana Anita Rachvelishvili, para mí una de las cinco referencias mundiales
en el registro, a años luz de sus compañeros, tanto por sus prestaciones
vocales, con una voz firme, potente y homogénea, como teatrales. Por realizar
otra mención, George Petean -un clásico en este palco muniqués- volvió a
demostrar que apuesta todo a su voz, actuando con total displicencia, pues no
creo recordar una actuación menos expresiva que la que nos brindó, con una
rigidez del cuello hacia abajo digna de estudio médico.
La
música se puso también a los pies de la escena y Daniele Rustioni se dedicó a
dar bandazos con los tempi para desconcertar más aún al personal si cabe
(tengo para mí que sufrió también de un cierto efecto contagio) mientras se
giraba molesto ante los crujidos que emitía un altavoz de la sala al que le
tendría que estar agradecido por los momentos de tensión que ayudó a crear en
el teatro.
El pacifismo pasó por Múnich pero no triunfó, tal vez por descontado, o por insulso, o quizás porque al final, pese a gozar de orquesta de pueblo en el paraíso -otra originalidad que sobraba- los amantes enterrados no dejaron de ser dos víctimas más de la visión de un conflicto que solo tuvo final feliz en la mente de Michieletto.
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