Reino Unido
Lise Davidsen, Don Carlo y la voz del cielo
Agustín Blanco Bazán
Lise Davidsen, la soprano dramática del momento, tiene un
registro alto que pareciera no conocer límites y no extraña que la Royal Opera
House se haya tentado a ofrecerle un rol como el de Elisabetta di Valois. El
resultado fue, vocalmente, predecible. El único problema de Davidsen es
controlar un volumen y un vibrato
siempre intrusivos entre el pasaje
del medio al agudo. Pero, antes y después de este pasaje, su voz, cálida y
a la vez brillante, es única por su proyección y variedad de color. En el pasaje, extrañé la pureza y el
acero de Mirella Freni, y la relajada sensibilidad de Anja Harteros. Pero el
resto fue algo único, porque Davidsen no sólo emitió cautivantes diminuendos en
medio de agudos sólidamente colocados sino que articuló un buen italiano con una
sensibilidad contagiosa por el sentido de su fraseo y su consustanciación
dramática.
Su despedida de la condesa de Aremberg, con un “Non
pianger la mia compagna” balbuceado como una plegaria, progresó a un “Non dir
del pianto mio, Del crudo mio dolor” protestado con lacerante convicción. Fue
una protesta similar al “Tu che la vanità conocesti del mondo”, la primera
línea de su gran aria, que desarrolló con calidoscópica variedad dramática,
unas veces implorando y otras elevándose con arrolladora aceptación. ¡Que gran
artista!
Una vez establecida esa atmósfera trascendental solo lograble cuando “Tu che la vanità” se canta como lo hizo Davidsen, su Don Carlo, un Brian Jagde de timbre sólido y siempre robusto pero emisión algo dura se superó a sí mismo para incorporarse a un dúo final de conmovedor recato.
Y
también Bertrand de Billy se elevó por encima de una interpretación en general
enfática pero poco sutil, para apoyar el “Ma lassù ci vedremo in un mondo
migliore” con un comentario orquestal de afirmativa sensibilidad.
El resto del reparto fue sólido y convincentemente profesional, con el beneficio de sólo un
cantante italiano, Luca Micheletti, un Rodrigo que inevitablemente se llevó
la palma del fraseo más abierto y los más espontáneamente cantados trinos de la
noche.
Pareja y frondosa en materia de registro fue la Eboli de Yulia Matochkina,
una excelente mezzosoprano a quién tal vez puede pedirse un mejor fiato para
sostener los agudos finales de la canción del velo y “O don fatale.”
Y por supuesto que como Felipe II John Relyea convenció con ese color vocal
pastoso tan suyo y una dicción que tal vez sería de desear como más abierta,
pero que de cualquier manera bastó para transmitir la complejidad de la lucha
interna de este personaje entre una debilidad patética y el autoritarismo en el
que finalmente se refugia para aniquilar a todos.
A todos, menos al Gran Inquisidor, que en la persona y la voz abierta e implacable de Taras Shtonda logró avasallar la acción dramática con una seudo-religiosidad magistralmente implacable en su nihilismo. Porque de religión no hay nada en este personaje y Shonda parece haber comprendido esto a la perfección.
Excelentemente preparado cantó el coro de la casa y también la
orquesta supo aprovechar las instrucciones de Billy para comentar con nitidez
la dramaturgia de la obra.
La regie de Nicholas Hytner,
curiosamente mediocre para un director escénico de sus quilates, pareció
empeorar con esta reposición, tanto en materia de regie de personas como en la
escena de conjunto del auto da fe.
Aquí furiosos curas dominicos vagaron entre herejes histéricos y una
soldadesca también errante en medio de un desorden similar a una estación
ferroviaria en horas punta.
No deja de sorprenderme que regisseurs empecinados en denunciar un catolicismo del cual no tienen la menor idea, no se tomen la molestia de informarse un poco sobre la Inquisición y las hogueras públicas para engendrar algo más creíble. La noche abundó en detalles risibles, por ejemplo, la estereotipada elegancia con que los diputados de Flandes se quitaron sus enormes sombreros antes de arrodillarse frente al rey como si fueran una parodia de Los tres mosqueteros; o las repetidas reverencias y golpes en el pecho de los personajes saludándose unos a otros. Y el publico estalló en una carcajada cuando Eboli se quitó el velo triunfalmente para tratar de abalanzarse sobre Carlo. Es que sin un regisseur que la ayudara, la pobre hizo un exagerado gesto de pantomima erótica de ópera bufa.
En forma particularmente feroz se ensañó la regie con el Monje bien cantado
por Alexander Köpeczi, verdaderamente errante en un divagar sin ton ni son en
el monasterio de San Justo al comienzo; y risible cuando, sobre el final de la
obra, se apareció con su barba y su sotana roñosa y…¡con una corona puesta con
una lastimosa falta de garbo, como ocurrió con el pobre Carlos III de Inglaterra
en su reciente coronación!
Sarah Dufresne se salvó del regisseur para cantar fuera de escena un Voz del cielo maravillosa, irresistible en su ternura y esperanzada aceptación: ¡he aquí el mensaje de Don Carlo y de ese genio llamado Giuseppe Verdi!
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