España - Madrid
Volodos pone el broche de oro
Pelayo Jardón
El
pasado 27 de junio ha finalizado la temporada del ciclo “Grandes Intérpretes”
de la Fundación Scherzo con un recital de Arcadi Volodos, quien interpretó
obras de tres autores presentes desde hace años en su repertorio: Mompou, Liszt
y Scriabin.
Al
presentarse ante el público, da Volodos la impresión de ser un hombre
circunspecto y sobrio; asertivo, mas no vanidoso ni pagado de sí mismo. Se
sienta cerca del piano, pero a menudo aleja la cabeza hacia atrás y extiende
los brazos, posición en la que podría recordar ciertos dibujos en los que se
retrató a Brahms; pero no utiliza un taburete, sino una silla especial
regulable, en cuyo respaldo apoya la parte baja de la espalda, como hacía el recientemente
fallecido Radu Lupu.
La
primera parte del concierto estuvo dedicada a una selección de la Música callada de Mompou. Con una
delicadeza minimalista, sin ribetes de afectación, con el dominio de quien
pinta la luz íntima del silencio interior, Volodos recrea esa serenidad de
aquel que, cual predicaba Epicuro, vive en lo oscuro. Evoca, así, paisajes
húmedos y umbrosos; una atmósfera, ya meditativa, ya puramente onírica,
construida desde la introspección. Y para ello se sirve de la diafanidad del
sonido; de un tocco aéreo y
antitético de lo percutivo; de los difuminados dinámicos que se alejan; de un
empleo mágico del pedal; y, en fin, de la sutileza de esas misteriosas
disonancias propias de Mompou; de las sucesivas veladuras de las armonías
flotantes, de la impronta de unos espectros sonoros que, fundiéndose, se
suceden unos tras otros como en un caleidoscopio. Íntima, trascendente de la materia,
la versión de Volodos resulta sumamente afín a la filosofía vital de Mompou.
Seguidamente
tocó la Segunda balada de Liszt, obra típica del virtuosismo romántico
publicada en 1854. Constituye esta partitura una sucesión de cúspides y simas,
una alternancia de pasajes beatíficos e infernales círculos dantescos. Para
bordarla -y, de paso, mejorarla, como sólo un Horowitz lo hacía- requiere de un
sonido pulquérrimo, matizadísimas gradaciones dinámicas y una cuidada
diferenciación de los planos sonoros, virtudes todas ellas que, en evitación de
la confusión, la hagan perfectamente comprensible. Volodos ofreció un Liszt sobrio,
despojado de arrebatos manieristas, un Liszt más propio de ese siglo XX, de esa
Zukunftsmusik con la que el propio Liszt
soñaba; poético en las cimas celestiales, si bien dando prioridad a la masa
sobre los oscuros arabescos en los registros graves. El público estaba
entusiasmado con la potencia y del ímpetu del intérprete.
Posteriormente
ofreció una amplia selección de piezas de Scriabin: desde dos estudios de
juventud del op. 8 (1894) hasta varias obras de madurez, como la Décima sonata,
de 1913, y la Danza n.º 2, Flammes
sombres, op. 73. En lo que atañe a este compositor, pocos podrán igualarse
a Volodos en comprensión, ejecución y evocación de su obra arcana. El pianista
ha interiorizado a su compatriota: místico y vehemente, contradictorio en sus
ansias tenebrosas de un paraíso, que, como Tántalo, acaricia, pero nunca
alcanza. Es este Scriabin el que respira a través de Volodos. Un Scriabin que,
a diferencia del pretendido y puramente ornamental demonismo de Liszt, sí ha
descendido al Averno. Y, aunque Liszt, al igual que Chopin, representa el punto
de partida de Scriabin, es éste quien, llevándolos a la exasperación, los
supera y finalmente destruye a las puertas del nihilismo. No hablaremos ni de
octavas, ni de trinos, ni de trémolos ni de esa fiera elasticidad de pantera
con las que se desliza por las teclas: en Volodos toda esa caterva técnica
queda eclipsada por la asimilación que brinda del mensaje musical de Scriabin,
un mensaje deliberadamente críptico e iniciático, un laberinto sembrado de
enigmas.
De
las cuatro propinas que ofreció, destacaremos una composición del propio
Volodos, espectacular y muy ornamentada -precisamente en la línea de las
fantasías y paráfrasis que, en su tiempo, hacía Liszt- sobre la Malagueña de Lecuona, que puso a todo el
público en pie.
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