Alemania
Una vuelta de tuerca
Esteban Hernández
Permítanme
comenzar con una sentencia: si tras esta producción alguien puede pensar que la
música se queda en segundo plano es que no ha entendido absolutamente nada.
Pero tampoco quiero empezar la casa por el tejado.
El trabajo de Claus Guth en esta nueva coproducción de la Bayerische Staatsoper y la Metropolitan Opera (propuesta para la temporada 2025/2026) tiene innumerables virtudes y pocos defectos, revistiendo el oratorio como si de una ópera se tratase con poco esfuerzo, algo que sin duda es mérito de la dramaticidad del libreto -con adaptaciones- de William Congreve. No es una ópera en el sentido settecentesco (segundo y tercer acto se desmarcan notoriamente gracias entre otras cuestiones a sus múltiples coros), pero las distancias son y fueron relativamente cortas incluso para el propio Haendel, quien recoge en partitura guantes proprios (en su reestreno -y última realización en vida del autor- realizó varios cortes y cinco añadidos de óperas anteriores) y ajenos, con lo que deliberadamente desdibuja aún más si cabe la frontera entre ambos géneros.
Sus recursos escénicos son comedidos pero
suficientes, y con la ayuda del escenógrafo Michael Levine crea dos mundos en
un espacio -que en ocasiones me transportaron al trabajo de los hermanos Duffer
en Stranger Things- ideal para que la frontera psicológica de Semele se
tambalee entre entre la luz de Athamas y las sombras de Júpiter, enmarcado en
una boda del XXI con su wedding planner, su postureo para las redes
sociales y demás parafernalia.
El elenco de voces hace honor a la pompa que siempre se otorga al festival operístico de verano. Brenda Rae muestra su coloratura con la histeria que Guth concede al personaje, donde la limitada amplitud de su voz, siendo un hecho, no es determinante y tampoco condiciona o perjudica el desarrollo del drama. El aclamado Orliński cumple también con su papel, con una voz suficientemente ágil, brillante, pero sobre todo por su polifacética actuación, cualidad que no logro descifrar por qué puede llegar a ser objeto de crítica.
Todo en
definitiva se mueve en un agradecido notable hasta que entra en escena Spyres,
quien sobresale vocalmente, escénicamente, teatralmente y todos los mentes que
le puedan a uno venir a la cabeza. El segundo acto es pura luz pese a la
oscuridad escénica gracias al estadounidense, todo lo que está a su alrededor
se ilumina, el oratorio se transforma aún más en ópera y la ópera aún más en
arte.
En cuanto a la dirección musical parece que las lecturas de Capuano se comenzarán a abrir paso en Múnich -ad multos annos-, pese a que seguramente gran parte de público tiene aun en su disco duro una sostenida tradición británica para el repertorio barroco, impulsado en un primer momento por Sir Petes Jonas (con Ivor Bolton de la mano) y esperemos que felizmente retomado por la nueva intendencia del teatro.
La presencia del director milanés, en detrimento de Stefano Montanari, supuso una tan repentina cuan afortunada vuelta de tuerca para este repertorio en Múnich, vuelta que por lo que parece impregnará también a otros autores y siglos, un movimiento de “mercado” que señala que a la Staatsoper le vuelve a interesar que el público no solo abra los ojos sino también los oídos.
Retomo ahora la primera sentencia del texto: si la música que Capuano extrae del ensemble barroco de la Staatsoper hubiese jugado un segundo plano podríamos haber bajado el telón en la segunda aria, por dar un margen relativamente amplio. Difícilmente se puede hacer una lectura mejor con los recursos y el tiempo que tuvo a disposición, por no hablar del maltrato editorial al autor, circunstancia que requiere de un factótum ante el cembalo que amalgame las dos complejas ramas filológicas del árbol.
Para eso hace falta
tener Haendel en las venas, pero no solo el Haendel inglés, sino sobre todo el
italiano, y aguantar con pericia las cuatro patas de una producción que levanta
al público en aplausos tras algo más de cuatro horas, una proeza literalmente
un imposible sin que la música sostenga el espectáculo.
Queda tiempo para que el barroco no se vea en ciertos aspectos sonoramente comprometido en Múnich, en eso estamos de acuerdo, y la acústica del Prinzregententheater tampoco ayudó a la caja escénica propuesta por Levine, pero están presentes los arcos barrocos y se escogen meticulosamente refuerzos, son pasos cortos, pero pasos. No escuchamos ciertamente los armónicos ni la calidez acústica que proporcionan las cuerdas de tripa, pero las entrañas del trabajo de Capuano residen en las dinámicas, el ritmo, la articulación y una visión de la música que pone en valor tanto aspectos filológicos como filosóficos, un trabajo de madura reflexión que está manos de pocos.
Capuano pone todas sus herramientas puestas al
servicio del drama y los afectos, huyendo de la planicie a la que nos sometían anteriores
lecturas por estos lares, afrontando así un camino de reeducación arduo que
pueden transmitir e injertar contados directores. La puesta en escena es un
acierto, sin duda, pero sin esta forma de construir música hubiese sido una
historia más en blanco y negro.
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