España - Madrid
Pétrea Turandot
Germán García Tomás

Como nos cuenta Julian Budden en el capítulo 12 (Turandot) de Puccini. Su vida y sus obras -biografía recientemente publicada en
español en la editorial Akal- el compositor de Lucca “había dejado claro su
deseo de escapar de ese 'íncubo de la grand-opéra' que había dominado la escena italiana durante
las dos décadas anteriores. Con Turandot
regresó al género, pero no como prisionero, sino como conquistador. Un aura de grandeur fue apoderándose gradualmente
de la ópera durante sus cuatro años de gestación (…)”.
Pero es precisamente todo lo contrario lo que Robert Wilson
(en su triple faceta de director, escenógrafo e iluminador) materializa con sus
colaboradores en su ya conocida lectura de la ópera póstuma de Giacomo Puccini,
que ha vuelto al escenario del Teatro Real para cerrar su temporada, ya que
pudimos presenciarla en 2018.
Su visión gélida, fría, hierática, como la propia princesa
de hielo que da título a la obra, impregna el movimiento escénico, que se
concibe como una cantata a gran escala con el único contrapunto cómico y súper dinámico
de los tres ministros de Turandot, cuya comicidad e irrisorio histrionismo de
trazos circenses al modo saltimbanqui contrasta sobresalientemente con la
rigidez estatutaria del conjunto general.
Para esta reposición, que ya ha pasado por París, Lituania,
Toronto y Houston, Wilson ha querido seguir huyendo de las máscaras, del
universo Gozzi y de la commedia dell’
arte, pero ha optado esta vez por un matiz novedoso asociado a Ping, Pang y
Pong en la forma de modificación de su indumentaria, al (re)vestirlos de mayor
seriedad con traje negro como si se tratase de verdaderos funcionarios, y
abandonando por tanto esa chistosa vestimenta morada que pudimos ver hace
cuatro años y medio tan asociada al mundo oriental.
Cambio totalmente prescindible, pues no nos desagradaba esa apariencia chinesca que en esencia deberían tener unos personajes a los que les ridiculizan con holgura la propia colección de melodías tradicionales que Puccini empleó para acompañarles.
No hay que negar que la magistral música de Puccini, plagada
de escenas corales y mayestáticas, se presta a esa pétrea disposición que
plantea el regista estadounidense a través de todos los demás personajes, con
una coloración en blanco y negro a excepción del rojo sangre del vestido de la
cruel Turandot y una ausencia de ambientación escenográfica, sin la pomposidad
y la ostentosidad de la China imperial y la ausencia de elementos clave para la
escena, como el invisible gong que el príncipe Calaf golpea en el aire.
A pesar de todo, no hay nada cálido en esta puesta en
escena, todo es gélido por más que aparezca el sol radiante en el happy end del tercer acto. El clima
lírico, emotivo, asociado a Liú, es epidérmico y toda su tremebunda escena del
mencionado acto sigue siendo tan de cartón piedra como todo lo que la rodea. El
momento de su muerte se vuelve a recrear tan simbólicamente que la aparente
poesía que le quiere insuflar Wilson puede llevar a equívoco cuando no a risa,
pues vuelve a no haber daga de auto apuñalamiento, la tortura de los verdugos -de
estética guerrera- parecen cosquillas y ella sigue sin desplomarse muerta sobre
el escenario, adoptando una especie de trance místico al lado de Timur hasta
que ambos hacen mutis.
Todo es sutileza y movimiento mecánico en detrimento del
realismo, un realismo del que muy discutiblemente Joan Matabosch, -cuando nos
explica la visión de Wilson en sus notas al programa- nos dice que huyó el
propio Puccini en su inacabado canto de cisne.
Así las cosas, nos queda la música, la poderosa y
subyugadora música de Puccini. Una función que sostiene con tempo equilibrado el maestro Nicola
Luisotti, que vuelve a repetir dirigiendo este título. El italiano maneja con
sapiencia los colores de la abrumadora orquesta pucciniana, la más elaborada de
toda su producción lírica, sabiendo espolvorear con refinamiento el complejo
tímbrico de la percusión y un impactante despliegue de metales, y su labor como
excelente concertador al servicio del canto y las voces está fuera de toda
duda, dando el protagonismo que merece a la orquesta cuando ésta debe lucirse,
como en la procesión de entrada y el himno imperial del acto segundo.
Aun así, nos llamó la atención la elección de tempi extremadamente morosos para las
primeras escenas del primer acto, que nos recordó a la curiosa grabación de
esta ópera, tan denostada como aplaudida, de Herbert von Karajan al frente de
la Filarmónica de Viena con Domingo, Ricciarelli, Hendricks y Raimondi. Se
hizo especialmente notable en el edicto del mandarín y en la primera aparición
muda de Turandot, instantes donde Luisotti dilató el tempo de una manera no muy alejada de la que lo hace el director
salzbugués en el mencionado registro, y que posteriormente abandonó para
aligerar la velocidad, lo que se agradeció ampliamente.
Pudimos asistir al segundo reparto, que fue no más que
aceptable. La Turandot de la polaca Ewa Plonka, bien cantada y proyectada en
resumidas cuentas, carece de una variedad de matices canoros, pues su
declamación y canto posee escasas variaciones en el color, y aunque va muy bien
por arriba, no potencia el grave lo suficiente, ni siquiera en la escena de los
tres enigmas.
Se le puede exigir dar mayor rienda suelta a su capacidad
actoral, pero lo cierto que el inmovilismo de la óptica de Wilson apenas le da
opciones. Nos ofreció un dúo final de un gran interés, aunque en general su voz
no posee la calidez argentina, el poso y la carnosidad de otras cantantes para
dotar de colores al personaje y que no se quede tan frío vocalmente como la
propia propuesta escénica.
Aunque no atesora tintes heroicos, volvió a asombrar con su
metal y grato timbre el tenor americano Michael Fabiano, que se ve muy cómodo
en el personaje, aunque no emite a conciencia el sobreagudo en el concertante
subsiguiente a los enigmas, antes de lanzar su contraoferta a la princesa.
Ofrece un “Nessun dorma” aseado y con óptima resolución y que el público premia
grandemente, suponemos que con ganas de bis, pero el fluir melódico de Puccini
no perdona: es el peaje que hay que pagar con Turandot y que en cambio no se paga con La bohème o Tosca.
Fabiano brindó un Calaf apasionado hasta el incombustible dúo final, aunque
sometido a la rigidez imperante.
Bien resuelta igualmente la inmóvil y mecánica Liú -casi una
offenbachiana Olympia, pero a lo oriental- de la soprano Ruth Iniesta,
dotándola de la sensibilidad requerida, pero con sutilidades en el vibrato que
aún debe depurar para redondear aún más su caracterización ya de por sí notable
de la víctima mortal de la despiadada Turandot.
Los ministros encuentran un satisfactorio trío de cantantes
españoles de enorme solvencia escénica, desde el barítono Germán Olvera dando
vida a Ping, pasando por el tenor Mikeldi Atxalandabaso como Pang y el también
tenor Moisés Marín como Pong. Toda una magnífica exhibición de gracia y
animosidad con un encaje sobresaliente de voces.
Destacamos para concluir la gravedad y elocuencia del bajo chino
Liang Li en Timur, con un grado amplio de profundidad para el anciano
personaje, así como las prestaciones del barítono Gerardo Bullón como un redondo
y matizado mandarín, y del tenor Vicenç Esteve en una nueva recreación del Emperador
Altoum cual Dios supremo colgado del techo.
Los Pequeños Cantores de la JORCAM de Ana González se
perciben demasiado distantes en la melodía “Molihua” asociada a la princesa, y
el Coro, ese ente colectivo que Puccini desarrolló a niveles nunca antes
sospechados en su décima ópera, se viste de pueblo y verdugos con una brillantez
que, ya por última vez a las órdenes de Andrés Máspero, consigue hacer despuntar
con perfecto empaste y vibrante emisión la Turandot
oscura y fría de Robert Wilson.
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