Austria
Cristo de nuevo crucificado: día por día
Agustín Blanco Bazán
“Vestido modestamente y con un impermeable en el brazo, se presentó a dos criaturas que jamás habían escuchado un compás de su música. Modesto hasta lo mas profundo de su alma, escondió su sorpresa … en pocos minutos los dos hombres se conocían como hermanos …” Así describe Elena Kazantzakis el encuentro de su marido Nikos con Bohuslav Martinů. en 1954. Martinů quería componer una opera sobre Alexis Zorba (1946), pero Kazantazkis le convenció en favor de la más famosa de sus novelas, Cristo de nuevo crucificado (1948), un título traducido al alemán como La pasión griega.
El compositor hubiera podido ver su obra si el Covent Garden no la hubiera rechazado en 1957. No he podido enterarme del porqué de este rechazo, pero algunos me cuentan que fue porque el trabajo no convenció: tenía muchas partes habladas y estaba a medio camino entre la ópera y el oratorio. Martinů la revisó substancialmente sin poder llegar a verla porque esta segunda versión se estrenó en Zürich después de su muerte.
Sólo en el
2000 llegó esta Pasión al Covent Garden con regie de David
Poutney y bajo la dirección orquestal de Charles Mackerras. Fue entonces que me
confronté por primera vez con las complejidades de una obra desigual, líricamente
expansiva en el tratamiento de los ariosos, intensamente expresiva en el
acompañamiento de la palabra y segura en la exposición de numerosos contrastes:
consonancias y disonancias, arrebatados prestos y momentos de meditativa contemplación,
corales masivos e íntimos parlandi.
Como “ópera”
no alcanza a convencer del todo, porque los elementos de oratorio paralizan a
veces el pulso dramático de la narrativa, pero, ¿cuántos híbridos hay como este,
desde los haendelianos Saúl y Teodora hasta Juana
de Arco en la hoguera y El rey David
de Honegger? Y lo cierto es que esta producción del Festival de Salzburgo fue
de esas que realzan la obra original con la creatividad de una estupenda regie.
Para el amplísimo
escenario de la Felsenreitschule, Simon Stone diseñó un cuadro escénico de
absoluto minimalismo, con un fondo abstracto de gris claro diseñado para
contrastar con las dos grandes masas corales: la del establishment
ortodoxo del pueblo de
Lycovrissi la conforman hombres y mujeres también de gris; todos iguales, como
corresponde a cualquier sociedad anquilosada que no admite dudas capaces de
amenazar intereses afirmados en el egoísmo, la xenofobia y creencias arcaicas e
incomprensibles.
Frente esta
comunidad se planta una caleidoscópica marea de refugiados, con sus tiendas,
utensilios y cachivaches salvados en su huida. Kazantzakis y Martinů
propusieron una comunidad griega escapada de los turcos de Anatolia rechazada
por los griegos de Lycovrissi que rehúsan ayudar a sus semejantes étnicos y
religiosos. Y Stone no hace sino actualizar este conflicto al que la sociedad
europea está viviendo todos los días con esos refugiados exhaustos que se ahogan
en el mar o desembarcan forzadamente en medio del rechazo y desconfianza.
El “milagro”
de empatía que ilumina la obra es desarrollado por Stone con conmovedor recato,
cuando los hombres y mujeres asignados para interpretar la Pasión van poco atenuando su rechazo a los
refugiados, primero por curiosidad y luego por la compasión: cualquier
espectador atento descubrirá como van cambiando sus ropas grises por otras de
colores más variados.
Al frente de
ellos está Manolios, el intérprete de Cristo que decidirá consustanciarse con
su personaje en toda su plenitud evangélica. El tenor Sebastian Kohlhepp lo
interpreta con voz cálida y a la vez proyectada con la intensidad de un clarín.
Frente a él la soprano Sara Jakubiak, se expande con seguro lirismo como
Katerina, la viuda enamorada de Manolios finalmente resignada a ser Magdalena.
Frente a ellos se coloca Giorgios el implacable pope de Lycovrissi interpretado
con hierática firmeza por Gábor Bretz, y a su vez confrontado por Fotis, el
carismático cura que lidera a los refugiados. Con timbre de radiante
cromaticidad Łukasz Goliński lo canta con una convicción similar a la del
Zacharia del Nabucco verdiano.
A través de
casi cincuenta años de apreciación de las producciones salzburguesas he
aprendido, creo, a buscar detalles que me permitan admirarlas como algo
distinto a la rutina de los teatros operísticos. ¿Por qué los festivales son
ocasiones artísticamente diferentes? Pues, por su grado de preparación y la
convicción de responsables que trabajan semanas y semanas para hacer algo
diferente.
En este caso,
advierto que la ficha técnica que encabeza esta crítica es sólo un diez por
ciento de la plasmada en el programa de mano: tal es la multitud de personal
técnico, coristas y solistas encargados de asegurar una regie desarrollada
con la precisión de la mejor película cinematográfica. Y vayan aquí algunos
detalles: frente a la postura entre anquilosada y dubitativa de los habitantes
de Lycovrissi, los refugiados se mueven, cada uno de ellos, con una
personalidad propia.
Y durante las
escenas finales, dos comparsas suspendidos desde la galería superior de la Felsenreitschule,
se deslizan por la gran pared gris para pintar en anaranjado “Refugees out!” Y
no lo hacen siguiendo el orden de cada letra, sino comenzando con cualquiera de
ellas, como si estuvieran improvisando un pensamiento desordenado; todo esto
con un timing sincronizado con la partitura y justo para terminar
su tarea en el momento del desenlace dramático de la obra.
Particularmente
acertada es la forma en Stone interpreta la partitura con cambios de luces.
Durante el sueño erótico-religioso de Manolios la escena se vuelve azul y un
gigantesco Cristo inflado salta inesperadamente de una tramoya. Cuando el pope
Giorgis asigna los roles para la pasión, Panais abandona la escena en un ataque
de furia al verse cargado con el papel de Judas pero no sin antes cruzarse con
Manolios. Ambos se miran momentáneamente y ya está todo dicho. Será Panais, el
amante de Katerina, quién ante la incitación de su pope asesinará a Manolios
con frenéticas puñaladas. El final: Katerina y Lenio, la frustrada novia de la
víctima, tratan de levantarle la cabeza mientras un charco de sangre se expande
en el proscenio.
Al frente de
la Filarmónica de Viena, Maxime Pascal dirigió enfáticamente una partitura que
gracias a su pulso y capacidad de diferenciación cromática lució en toda su
expresividad y detalle. Los cantabile fueron de
insuperable belleza y la coordinación con los coros inmejorable.
Y así fue que
los tiempos que vivimos convirtieron una obra de calidad dispar y poco
representada en un reproche universal de vibrante actualidad. “No borders. No
nations” dice un grafitti en un muro que separa a los refugiados de los
habitantes de la isla griega de Quíos. Así lo documenta la última foto incluida
en el programa de mano, que muestra a una niña siria tratando de descansar
sobre esta masa de piedra y prejuicio.
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