Suiza
Lo bien hecho, por encima del gusto personal
Alfredo López-Vivié Palencia
A muchos -a mí el primero-
les llamarán la atención las obras en cartel esta noche. Es verdad que ambas
terminan en un brillante Do mayor, y más de un estudioso ha querido ver en el
Finale de la Séptima Sinfonía de
Mahler ecos de Die Meistersinger. El
hecho cierto es que cuando el compositor estrenó esta sinfonía el 19 de
septiembre de 1908 en Praga (para entonces ya se había convertido en un
apestado en Viena), tras la nueva obra tocó el Preludio de la ópera wagneriana.
La cartelería que anunciaba el estreno no incluía ninguna referencia al
respecto, de manera que cabe la posibilidad de que con esa propina Mahler pretendiera
congraciarse con el público (su sinfonía fue recibida con división de
opiniones) y con la orquesta (la Filarmónica Checa, reforzada con miembros de
la orquesta del -a la sazón- Teatro de la Ópera Alemana de Praga, cuyas
relaciones nunca fueron fraternales).
Así que me pareció
“históricamente informado” que Iván Fischer (Budapest, 1951) comenzase el
concierto con Los Maestros Cantores.
Otra cosa es que aquello sonase como debía. Por supuesto, la Orquesta del
Concertgebouw mantiene el nivel que la sitúa entre las mejores del mundo, pero
la versión de Fischer se limitó a una mera lectura de la pieza. No hubo
movimiento ni excitación -si me apuran, tampoco hubo brillantez de la buena-,
sino más bien una interpretación en piloto automático, casi catatónica. El
público lo percibió de la misma manera y lo manifestó con aplausos de mera
cortesía.
Desde hace un par de años,
Iván Fischer ostenta el título de Director Invitado Honorario del
Concertgebouw. Lo cual a primera vista parece paradójico: Fischer es
probablemente el único maestro “tirano” de la actualidad (pregunten a
cualquiera en la Budapest Festival Orchestra, que él fundó hace la friolera de
cuarenta años y en la que sigue mandando con mano de hierro); mientras que el
Concertgebouw tiene fama de ogro con cualquier batuta que se le ponga enfrente.
Sin embargo, esta noche ambas partes dejaron claro que se entienden mejor que
bien, con una Séptima Sinfonía de
Mahler absolutamente impresionante.
En conjunto, Fischer imprimió
a la obra un pulso incansable (qué buenos son los húngaros en estos menesteres),
hasta el punto de que se me hizo corta, a pesar de que duró sus ochenta minutos
de rigor. Además, Fischer supo estar atento a los detalles, aprovechando la
alineación astral que supone, por una parte, la transparencia de la
orquestación mahleriana, por otra parte los excelentes mimbres de la orquesta,
y finalmente la acústica excepcional de esta sala. En ningún momento el sonido
resultó cargante. Sólo le pongo el pero visual: Fischer situó los contrabajos
en medio del escenario, tras la madera y delante de la percusión, de manera que
apenas se pudo ver el espectáculo de la cacharrería.
La marcha del primer
movimiento salió inexorable sin necesidad de apabullar, alternada con las
llamadas de la tuba tenor tan penetrantes como melancólicas. Fischer combinó la
tensión en la transición al Allegro -qué bien contuvo a la orquesta para que
sonasen las arpas- con el lirismo del segundo tema, sin que nada dejara de
moverse. Tampoco en la primera “Música nocturna” (nunca entenderé por qué
Mahler la llamó así), que fue la gloria de la madera del Concertgebouw -ellos
solos tienen la fuerza y la diversidad sonora de un órgano romántico- en sus
evocaciones ornitológicas.
Fischer llevó el Scherzo a
tiempo casi vertiginoso, con la inteligencia suficiente para conducir la
orquesta al límite pero sabiendo dónde está ese límite a fin de no perder
transparencia. Qué bien lograda la ironía de este movimiento gracias al
contraste de las diversas secciones de una cuerda que es de las más cálidas del
mundo. Lo de la segunda “Música nocturna” aún me parece más incomprensible con
la extravagancia de la guitarra y la mandolina; pero Fischer se las arregló
para dar seriedad a esta parodia merced a un tiempo que no dejó lugar para el
ensimismamiento.
El Finale es, en mi gusto, el
movimiento más extraño de la obra: ¿a qué viene tanta celebración? Dejo la
hermenéutica a quien sabe de ella. El caso es que Fischer y el Concertgebouw
dieron una versión irresistible. Característica común de todas las secciones de
esta orquesta es el poderío sonoro con redondez: los timbales suenan
contundentes pero no machacones, el metal es expansivo pero no agresivo, la
percusión nunca tapa a nadie, y la cuerda exhibe un cuerpo envidiable. A
Fischer “sólo” le tocaba poner en orden semejante torrente sonoro, y vaya si lo
hizo: me pareció increíble que cada vuelta del “Rondò” sonase distinta a la
anterior, y me pareció aún mejor el entusiasmo que condujo a una conclusión tan
implacable como jubilosa.
Como jubilosa fue la
recepción del público, puesto en pie para aplaudir con ganas. A lo que me sumé
sin dudar. Porque Mahler fue para mí un amor de juventud y ahí se quedó, y
porque a esta sinfonía sólo le encuentro coherencia en su estructura simétrica
y ningún sentido en el fondo. Pero sé reconocer una interpretación insuperable
cuando me la dan, y sé cuándo la obligación de aplaudir es también un placer.
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