Suiza

Madurez inteligente

Alfredo López-Vivié Palencia
viernes, 1 de septiembre de 2023
Andris Nelson y Anne-Sophie Mutter © 2023 by Patrick Hürlimann/Lucerne Festival Andris Nelson y Anne-Sophie Mutter © 2023 by Patrick Hürlimann/Lucerne Festival
Lucerna, martes, 29 de agosto de 2023. KKL Konzertsaal. Festival de Lucerna. Anne-Sophie Mutter, violín. Boston Symphony Orchestra. Andris Nelsons, director. John Williams: Concierto para violín nº 2; Richard Strauss: Tod und Verklärung, op. 24; Maurice Ravel: La Valse. Ocupación: 95%
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Anne-Sophie Mutter (Rheinfelden, 1963) encargó a John Williams (Nueva York, 1932) este Segundo Concierto y ambos lo estrenaron con la Boston Symphony en Tanglewood en 2021 (también lo han grabado para Deutsche Grammophon). La colaboración entre ambos y la Boston Symphony ya venía de atrás: en 2017 Mutter estrenó en el mismo lugar su pieza Markings, y en estos años Williams ha escrito para ella unos cuantos arreglos de sus bandas sonoras más famosas (igualmente registrados en el mismo sello discográfico).

Mutter es la decana de los violinistas actuales, y sabiendo que en la actualidad prácticamente todos los buenos violinistas son mujeres, ha tenido la inteligencia de dejar para ellas los conciertos del “gran repertorio” –que ella ha tocado mil veces y estupendamente bien-, y de un tiempo a esta parte se dedica a interpretar piezas poco frecuentadas –el Concierto de Dvořák, por ejemplo-, o a obras comisionadas especialmente, como es el caso de esta noche. Lo que no ha variado –al contrario, mejora cada día que pasa- es su elegancia en el vestir (el invariable vestido con escote bañera) y su imponente presencia escénica.

Y encima sigue tocando muy bien, exhibiendo ese sonido grande que siempre extrae de su instrumento y dando las dobles cuerdas limpiamente y los trinos con una firmeza envidiable. Aunque sea en una obra como ésta, en la que nadie reconocería a su autor si no fuera por la maestría que demuestra en la orquestación. El Segundo Concierto de Williams dura media hora larga y se divide en cuatro movimientos: tras una breve introducción orquestal el violín se enfrasca en un largo y nervioso soliloquio, y la pieza termina prácticamente igual pero esta vez en calma. En medio, un tiempo lento y otro más ligero en ritmo ternario.

El lenguaje para nada es fácil. No hay concesiones armónicas, sino que prácticamente toda la obra bordea la tonalidad pero desde el otro lado. Y Williams ha escrito para la parte solista todas las dificultades imaginables (excepto “pizzicati” con la mano izquierda). Mutter tenía la partitura delante, pero se la escuchó tocar con seguridad y su sonido llegaba diáfano; Nelsons, por su parte, no escatimó en los momentos de fuerza –hay unos cuantos, con metales y abundantísima percusión-, porque Williams ha sido lo bastante inteligente como para no escribir nada que tape al solista. El tercer movimiento (“Dactyls”) me pareció espectacular en tensión discursiva y en tímbrica orquestal. Pero también Nelsons supo ser delicado en los momentos de mero murmullo –hay mucho diálogo entre el violín y el arpa, a los que se suma el timbal en la cadencia-, en mi opinión lo más conseguido de la obra.

El público aplaudió con ganas, y tras varios saludos Mutter apareció micrófono en mano anunciando que el propio Williams había sugerido no una sino dos propinas de sus mencionados arreglos cinematográficos (dicho en otras palabras, una invitación a comprar esos discos). Naturalmente, aquí el autor sí es perfectamente reconocible (no me pregunten sobre qué películas iban esos arreglos, porque no voy al cine desde que venden palomitas de maíz), y solista, orquesta y público disfrutaron de lo lindo.

Muerte y Transfiguración me parece una obra fascinante en todos los sentidos, más aún si se tiene en cuenta que Strauss la estrenó a sus veinticuatro años: otro ejemplo de madurez –esta vez muy temprana- para emplear su innata sabiduría orquestal en el tratamiento de asuntos trascendentales. Nelsons y la Sinfónica de Boston dieron una interpretación sobresaliente: qué ansiedad contenida en los primeros momentos de la respiración irregular del convaleciente con una cuerda sedosa y un timbal suave pero inquietante; qué brutal lucha antes de lo inevitable desde el golpe de timbal y la entrada en tromba de la cuerda grave, y qué limpia contundencia de los metales; y sobre todo esa conclusión tras el gong que Nelsons respiró a fondo, con calma, construyendo paso a paso la transfiguración hasta el glorioso doble clímax y su resolución salvadora.

Un par de acotaciones orquestales al margen, o mejor tres: espléndidos los solos del oboe y del primer violín (tocado por Alexander Velinzon, concertino asociado, porque la plaza de “Concertmaster” en la Boston Symphony está vacante; lo dejo caer por si alguien se anima y echa la instancia, habida cuenta de que no me equivoco en mucho si digo que ese puesto está remunerado con un salario que no bajará de los 300.000 dólares); a la cuerda grave le falta un punto de espesor para tocar Strauss; y Nelsons cometió un error de principiante colocando las trompas en línea y justo delante del timbal: no se ha leído las sabias lecciones de Norman Del Mar en su Anatomía de la Orquesta, y en consecuencia una parte de su sonido se perdió.

En las notas al programa de mano, Thomas May apunta que, según el sitio web Bachtrack, La Valse de Maurice Ravel ha sido la obra más interpretada en las grandes salas de conciertos durante 2022 (año de publicación de su nueva edición). No me extraña: La Valse no falla nunca para garantizar el aplauso del público al final de un concierto. Pues esta vez falló. La orquesta tocó brillantemente –faltaría más-, pero Nelsons erró el concepto.

La introducción estuvo bien con sus contrabajos sincopados y las violas y segundos violines bisbiseando en sus “tremolos”; también entró con acierto el vals propiamente dicho tras una excelente suspensión del tiempo en las arpas. Pero a partir de ahí Nelsons confundió los términos: aquí no se trata de “rubato” vienés, sino de flexibilidad francesa; la estructura de la obra no es la canónica del vals, con su variación temática a base de la sucesión de dos tiras de ocho compases en la que desde luego la gracia está en diferenciar una de otra con el “rubato”; no, en esta obra la estructura es mucho más libre y, gracias a la ondulación constante del discurso, el secreto está en doblar cada esquina como si fueras a tomar la dirección contraria. No se debe ralentizar el final de las frases, sino estirar las transiciones.

Así sólo se pudo llegar a una conclusión ruidosa, desde luego, pero también renqueante. Y por eso los aplausos del público, con ser generosos, no fueron los que habitualmente recibe esta pieza.

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