Suiza
Tocar recto con pentagramas torcidos
Alfredo López-Vivié Palencia
Programa coherente el que
ponen hoy en atriles la Filarmónica de Berlín y Kirill Petrenko. Las Variaciones de Brahms y de Schoenberg
están emparentadas a través de muchas raíces comunes, que van desde la práctica
de un género antiquísimo muy caro a los compositores hasta la admiración que
Schoenberg sentía por Brahms. Y ambos admiraban a Beethoven, quien en su Octava Sinfonía consiguió una obra
perfectamente concisa, como lo son las otras dos en cartel. En total sólo una
hora de música; pero qué música, y qué interpretaciones.
Petrenko atinó con el “tempo
giusto” para presentar el “Coral de San Antonio”, atribuido a Joseph Haydn
(aunque parece ser que no es suyo), que -como buen coral- Brahms presenta en
unas maderas que cantaron con solemnidad pero sin ensimismarse. El discurso
siguió animado a lo largo de toda la obra, incluso en las variaciones más
lentas, dichas con el mejor empaste sonoro; las variaciones rápidas (quinta y
sexta, sobre todo) salieron contundentes -qué redondez sonora del cuarteto de
trompas-; y Petrenko saboreó la construcción del Finale, igualmente sin pausa
pero sin prisa, hasta una conclusión jubilosa (todo lo jubilosa que Brahms se
permitía, claro está, con el triángulo presente pero discreto).
"¿Cuánto
tiempo puede permanecer [Schoenberg] como profesor de composición en la Academia
Estatal de Prusia, causando un daño impredecible a una juventud inocente y
confiada? Por el amor de Dios, que le jubilen y le den una pensión". Esto
publicaba Paul Schwers en la edición del Allgemeine
Musikzeitung de Berlín del día 7 de diciembre de 1928, con motivo del
estreno de las Variaciones para orquesta y
el consiguiente escándalo que suscitó el evento. El caso es que esta noche
había muchos jóvenes entre el público -alumnos de la Academia del Festival-
deseosos de escuchar la obra. Tanto más cuanto que la orquesta que la iba a
interpretar era la misma que la estrenó: no sé hasta qué punto Wilhelm
Furtwängler -guardián de las esencias de la música alemana- estaba convencido
de lo que hacía, pero Schoenberg tenía claro que de ninguna manera iba a
estrenar su obra con la Filarmónica de Viena (“antes deberán retractarse de
tantas afrentas”).
Las
Variaciones ya no provocan ningún
escándalo -al contrario, el público recibió la interpretación con una ovación
cerrada-. Pero la obra -la primera exposición de la técnica dodecafónica en
formato de gran orquesta- sigue siendo una cosa complicadísima, y sigue sonando
rabiosamente moderna en lo técnico y en lo conceptual: “es cualquier cosa menos
una broma”, decía el recientemente fallecido Richard Taruskin. En lo técnico,
porque las exigencias de las partes son extremas, más en sus individualidades
que en el conjunto de la orquesta (Schoenberg se lo advirtió a Furtwängler,
quien a pesar de ello programó apenas tres ensayos). En lo conceptual, porque
casi un siglo después el lenguaje empleado sigue siendo muy difícil de digerir.
Para
mí escuchar esto hoy ha sido un (re)descubrimiento. La “pantonalidad” (así lo
definía el autor) me sigue pareciendo un experimento de laboratorio tan
meritorio como efímero, visto con la perspectiva del tiempo transcurrido (“una
completa insensatez”, le escribió Anton Webern a Schoenberg). No obstante, me
quedé maravillado por la concisión en la escritura: aquí no parece faltar ni
sobrar nada, la concentración discursiva a lo largo de estos veinte minutos es
innegociable, y el empleo de la enorme plantilla orquestal (particularmente de
la percusión) se ejerce con una economía inteligentísima.
Además,
la interpretación de Petrenko fue perfecta (afinidades estilísticas aparte,
estas cosas se notan). En lo general, pulcritud en la ejecución y limpieza
sonora sabiendo dónde está el protagonismo en cada momento -todos y cada uno de
los primeros atriles dieron una exhibición-. En lo particular, por ejemplo, el
conseguidísimo contraste tímbrico entre cuerda y metal en la introducción, o el
sonido penetrante de la madera al presentar el “tema”; también el virtuosismo
orquestal en la quinta variación; y, de nuevo, la sabia edificación del Finale,
con Petrenko administrando las pausas entre peldaño y peldaño, porque aquí no
hay suma de las partes, sino sucesión de ellas hasta llegar a la conclusión
matemática.
Para
interpretar la Octava Sinfonía de
Beethoven, Petrenko redujo un poco la orquesta (pero sólo un poco: seis
contrabajos), y se inclinó por un par de vice-concesiones historicistas:
cornetas en lugar de trompetas (pero con pistones), y timbalería de parche
pequeño aunque sin baquetas macizas. Lo cual en absoluto restó brillantez a la
ejecución, porque el vibrato se empleó en su justa medida y el sonido
resultante salió grande. Como grande fue el concepto: Petrenko no reniega del
carácter desenfadado de la pieza, pero tampoco esconde sus momentos furiosos,
como el ritmo obsesivo que impulsa el finale, o sobre todo el comienzo del
desarrollo en el primer movimiento, con ese crescendo amenazador en la cuerda
grave que desemboca en la explosión del tema principal también en la misma
sección de la orquesta (genialidad del compositor y prueba de que esta sinfonía
en absoluto es facilona).
El
caso es que nunca había visto a Petrenko dirigir con tal expresión de
felicidad, divirtiéndose con lo que estaba haciendo. Aunque a veces se quedaba
quieto dejando que la orquesta tocase sola, no por ello dejó de ejercer su
autoridad: los tiempos fueron todos ligeros, y el control fue absoluto. El
arranque expresivo y expansivo (sin escatimar la repetición), la filigrana en
que convirtió el “Allegretto”, el Minueto respirado a fondo en las trompas -por
cierto, con el “continuo” del Trio tocado con un único violonchelo (lo he visto
con todo el grupo, y también con uno solo y pizzicati en los demás: no sé
quién está en lo cierto)-, y un final arrebatador con una orquesta entregada en
el brío general y en la precisión de cada ataque.
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